Trump coloca a China y a Rusia como «enemigos» en su nueva Estrategia de Seguridad Nacional.
Como es tradición desde hace años, el presidente norteamericano presentó la nueva Estrategia de Seguridad Nacional, el documento que sintetiza los ejes principales de la política exterior y de geoestretegia de la superpotencia. En el primer informe de este tipo en la era Trump, la Casa Blanca arremetió contra China y Rusia, a quienes colocó como los blancos principales de su estretegia internacional.
Pekín y Moscú fueron duramente acusadas de «desafíar el poder, la influencia y los intereses norteamericanos, intentando erosionar la seguridad y la prosperidad de Estados Unidos».El documento -que habla en la retórica de «América Primero» y resalta cuatro «pilares» o «intereses nacionales vitales: proteger la patria y a su gente, proteger la prosperidad norteamericana, preservar la paz a través de la fuerza, y hacer avanzar la influencia de EEUU»- señala de forma mucho más secundaria a las «rogue nations» (lo que podría traducirse como «regímenes deshonestos» o «Estados gamberros»): Corea del Norte e Irán. El texto no deja lugar a dudas. Pekín y Moscú son las mayores amenazas a la hegemonía de Washington, sobre todo el dragón asiático.
La economía norteamericana, un asunto de Seguridad Nacional
El documento reconoce implícitamente las crecientes dificultades a las que se enfrenta la hegemonía norteamericana -«nos guste o no, estamos inmersos en una nueva era de competencia» e introduce, por primera vez en un informe de este tipo, la seguridad económica y comercial como parte fundamental de la Estrategia de Seguridad Nacional.
Hace tiempo que la Casa Blanca viene insistiendo en que la protección de los intereses comerciales norteamericanos -es decir, de los intereses de sus monopolios- no se reduce simplemente a una cuestión de ganancias o pérdidas económicas, sino que afecta de lleno a la Seguridad Nacional. EEUU pierde año tras año peso económico relativo en el mundo, y esto debe ser frenado, o de lo contrario corren el riesgo de convertirse, en un futuro próximo en una simple potencia más. Con una fuerza militar insuperable, sí, pero incapaz de utilizarla para revertir, o al menos retrasar, su imparable declive económico. Y por tanto abocada a dejar de ostentar la hegemonía mundial.
Desde el año pasado, la administración Trump señaló como objetivo el “evitar que potencias hostiles dominen regiones con altas concentraciones de recursos estratégicos o ejerzan una influencia indebida sobre los posibles socios comerciales». Con la ruptura de los calificados por Trump como «malos acuerdos comerciales» firmados por sus predecesores -como el Acuerdo Comercial TransPacífico- la Casa Blanca no busca tanto una vuelta al proteccionismo del s. XIX como establecer unas nuevas reglas en el comercio internacional que privilegien los intereses de EEUU frente al resto del mundo.
El ascenso gradual de China al rango de gran potencia
El informe es mucho más más claro -y amenazador- en relación con China (a la que nombra un treintena de veces con dura retórica) que con Rusia. La nueva estrategia acusa a Pekín de buscar «reemplazar» a Washington, de «robar la tecnología de EEUU para compensar su propias carencias» y de «expandir su poder a expensas de la soberanía de otros».
Según el documento, el Kremlin amenaza a EEUU con las llamadas «guerras de nueva generación» que incluye sofisticadas campañas de propaganda y espionaje cibernético para influir en las opiniones públicas. Desde su llegada a la Casa Blanca, Trump ha intentado -reiteradamente pero sin éxito- recomponer los puentes diplomáticos con el gobierno de Putin, en el objetivo de atraer a Rusia a un frente mundial antichino. Pero el rumbo de Moscú ha ido en dirección contraria.
China y Rusia han seguido reforzando su cooperación económica, política y militar. Y ese tándem -aunque no pueda ser llamado alianza estratégica, ya que cada uno de los dos colosos tiene una naturaleza muy distinta y sus propios intereses en el tablero mundial- ha ido uniendo tras de sí a grandes, medianos y pequeños Estados. Principalmente en Asia -el continente donde se juega EEUU su hegemonía- pero también en otras áreas del globo.
Desde India, Pakistán a Irán, pasando por todas las repúblicas ex-soviéticas de Asia Central, hasta las naciones del sudeste asiático: todos esos países se ven atraídos por proyectos de desarrollo como la Nueva Ruta de la Seda impulsados por China, con una inmenso potencial de prosperidad. Hasta países hasta hace poco férreamente enclavados en la órbita norteamericana a uno y otro extremo de Eurasia -Turquía y Filipinas- se alejan progresivamente de Washington, atraídos por la emergencia de los BRICS. Por otra parte, el fracaso estadounidense en Siria marca el principio del fin de su omnipotencia militar en Oriente Medio, y el avance de la influencia del eje Moscú-Teherán.
En ese tándem, Pekín pesa mucho más que Moscú, una potencia con un pasado de superpotencia que no puede ocultar sus rasgos imperialistas y agresivos. En cambio, China está protagonizando un fenómeno tan fulgurante como insólito: el ascenso pacífico, gradual y sostenido de un país al rango de gran potencia mundial. Una emergencia basada en su propio crecimiento endógeno y en su absoluta independencia política, y que se está llevando a cabo sin guerras, invasiones ni agresiones. Mas bien al contrario: al margen de la consideración sobre su sistema político y económico, nadie puede negar la enorme contribución de China a la paz, el progreso y la prosperidad mundiales.
Paz mediante la fuerza
Aunque el documento arremete duramente contra Pekín y Moscú, la relación diplomática de Washington con sus enemigos estratégicos es fluida y cordial. En la reciente gira del presidente norteamericano por Asia, Xi Jingpin hizo gala de un gran despliegue de hospitalidad, y frente a las amenazas, los rotativos chinos le han recordado que «Washington y Pekín son los socios comerciales más grandes del mundo». En cuanto a Rusia, el mismo Trump se ha encargado de hacer propaganda de cómo la inteligencia norteamericana ayudó hace poco al gobierno de Putin a impedir un mortífero atentado en Moscú. Se trata de una antagonismo muy profundo, pero revestido de una diplomática cordialidad.
Eso no quiere decir, en absoluto, que la superpotencia norteamericana no prepare constantemente nuevas guerras y conflictos por todo el globo para intentar detener el declive de su hegemonía. En su primer año, Trump ha aumentado un 10% sus gastos militares -que ya superan (oficialmente) los 600.000 millones de dólares al año, más que la suma de los 12 países que le siguen. Un refuerzo militar que, sin embargo, responde a una estrategia de disuasión más que a provocar conflictos a gran escala, como sí hicieron sus predecesores: Clinton (los Balcanes), George W. Bush (Afganistán e Irak) y Obama (Siria).
Washington no está en situación de lanzarse a grandes aventuras militares. La línea Trump parece haber tomado el camino de elegir cuidadosamente los objetivos y, una vez fijados, lanzarse resueltamente y con toda la aplastante superioridad de su fuerza militar a conseguir la victoria. Cuando Trump afirma «tenemos que volver a ganar guerras» se refiere a la necesidad imperiosa de recuperar el principio de autoridad. EEUU debe recuperar el prestigio perdido, tanto entre sus socios y vasallos como ante las potencias rivales.