Con inesperadas convulsiones, asalto al Capitolio mediante, el relevo en la Casa Blanca se ha consumado. Mucho más que por entusiasmo hacia el nuevo presidente, Joe Biden, el mundo ha respirado aliviado tras librarse de los peligros que hubiera entrañado un nuevo mandato de Trump.
¿Cómo valorar el cambio en la presidencia de la que sigue siendo la única superpotencia? ¿Qué supondrá la llegada de Biden a la Casa Blanca?
Populismo frente a democracia. Estas son, para muchos medios y analistas, las fuerzas que se enfrentaron en las elecciones norteamericanas. Definiendo a Trump como un mentiroso compulsivo aupado en las bajas pasiones de la extrema derecha, y a Biden como un político decente, respetuoso con las instituciones, pragmático y moderado.
Si valoramos lo que sucede en el corazón de EEUU desde estas coordenadas no podremos aclararnos, será como si intentamos llegar a nuestro destino utilizando una brújula averiada.
La Casa Blanca no representa “los valores de la democracia occidental”, que Trump ha mancillado. Es el centro de mando político del país hegemónico, cuyos intereses y ámbito de actuación rebasan sus fronteras y llegan hasta el último rincón del planeta.
Y nadie llega a ser presidente de EEUU ni por su personalidad ni por los valores que defiende. Cada inquilino de la Casa Blanca representa, encarna, un programa político, inevitablemente respaldado por importantes centros de poder norteamericanos.
Esto es válido para Biden, para Trump, y para cualquiera de los anteriores presidentes norteamericanos.
Ronald Reagan no fue solo ni principalmente un “vaquero de derechas” o un actor secundario de Hollywood interpretando un papel. Su presidencia representaba, en el momento álgido de la Guerra Fría, la apuesta de importantes sectores de las élites norteamericanas por una política dura de contención de la URSS. EEUU acababa de “perder” Nicaragua e Irán, donde habían triunfado revoluciones nacionales. Y Moscú se había atrevido a invadir Afganistán, territorio norteamericano en el reparto del mundo instaurado tras la IIª Guerra Mundial. Con Reagan en la Casa Blanca, EEUU emprende una ofensiva militar, política e ideológica en todo el planeta. Impulsando un rearme militar, basado en la alta tecnología -la “guerra de las galaxias”- que Moscú no pudiera seguir. Enfrentando el avance de la lucha de los pueblos con un reguero de genocidios, invasiones y golpes de Estado. E imponiendo a los “aliados” un cierre de filas contra la URSS, donde cualquier veleidad neutralista -por ejemplo Suárez en España- era cercenada.
Y la presidencia de George Bush jr, más allá de sus rasgos personales, era una apuesta a doble o nada. Planificada durante años por un selecto grupo llamado “Proyecto para un Nuevo Siglo Norteamericano”. Primero se forzó la democracia norteamericana -con el escándalo de las papeletas de Florida- para imponer su presidencia. Y luego, a lomos del 11-S, se intentó imponer una auténtica dictadura terrorista mundial, que impusiera como única regla global la voluntad del imperio.
Así, desde la línea que representan, el modelo de “gestión imperial” que suponen, hay que valorar las presidencias republicanas, y también las demócratas. Bajo la consigna “es la economía, estúpido”, Clinton ofreció una alternativa para relanzar la economía norteamericana, resentida del esfuerzo de la Guerra Fría. Y frente al Nuevo Orden Mundial de Bush padre, quiso gestionar la supremacía norteamericana a través de una “hegemonía consensuada”, ofreciendo concesiones a los “aliados” a cambio de reconocer a EEUU como “primus inter pares”.
Y los ocho años de Obama son un cambio de rumbo impuesto por el fracaso en Irak de la alternativa que Bush jr representaba.
La sucesión de presidencias norteamericanas está determinada, no por los “valores” que unos u otros defienden, ni por la personalidad, más histriónica o más institucional, de los presidentes, sino por las necesidades de la hegemonía norteamericana y los diferentes programas que en las élites de la superpotencia surgen para enfrentarlos.
Solo podemos entender lo que Trump y Biden representan desde aquí.
Cuando Trump llegó a la Casa Blanca en 2016 no suponía el triunfo de un “outsider” ni el éxito de un multimillonario estrafalario. Su “America First” representaba el programa de grandes centros de poder de la superpotencia. Había que embridar la globalización, cuyo saldo está siendo la aceleración de la irrupción de China al tiempo que se aceleraba el declive norteamericano.
Y el apoyo cerrado de la práctica totalidad de las élites norteamericanas a la presidencia de Biden es un nuevo “giro de guion” impuesto por las circunstancias. La “línea Trump” fue demasiado lejos, quebró todos los límites, generó demasiadas tensiones, dentro y fuera de EEUU, y las “contraindicaciones” que generaba superaban los beneficios que ofrecía.
Estas cuestiones, mucho más prosaicas que los “valores”, populistas o democráticos, son la “brújula” que nos permitirá comprender la presidencia de Biden.
Semejanzas y diferencias
Se retrata a Biden por sus diferencias con Trump. Pero lo que realmente define al nuevo presidente norteamericano es aquello en lo que coincide con su antecesor.
Ambos, Biden y Trump, están obligados a responder las mismas preguntas, a enfrentar los mismos problemas. Cualquier presidente está en la Casa Blanca para defender -en realidad imponer frente al resto del mundo- los intereses de la superpotencia, y su actuación está determinada por los imperativos estratégicos de la hegemonía norteamericana.
Tres son las claves que definen estos intereses comunes, estructurales, de la superpotencia.
En primer lugar, contener un ascenso de China cuya aceleración es cada vez mayor. La emergencia de Pekín traspasa el ámbito económico, e influye ya en la política global o en algunos importantes organismos internacionales. Empuja hacia un mundo multilateral donde la superpotencia enfrenta mayores dificultades para imponer su criterio, y supone el mayor desafío para la hegemonía norteamericana.
En segundo lugar, frenar un avance de la lucha de los pueblos por su independencia, motor de importantes polos que han conquistado victorias contra el dominio norteamericano. Podemos comprobarlo en un mundo hispano que ya no acepta ser reducido a la condición de “patio trasero” de la superpotencia.
Y, en tercer lugar, Washington necesita imponer a sus “aliados” -en realidad los países dependientes de EEUU- un mayor grado de encuadramiento. Integrándolos más férreamente en un “frente antichino”, o incrementando sus contribuciones -económicas o militares- al centro del imperio.
Estos tres vectores marcan la agenda de un presidente norteamericano. Independientemente de su grado de “populismo”. Y son cada vez más acuciantes, pues su evolución actual camina en contra de los intereses norteamericanos.
Es en la forma de abordar estas necesidades imperiales donde unos y otros -Bush y Obama, Biden y Trump- se diferencian.
La presidencia de Biden será valorada por la forma en que sepa gestionarlos. Y no serán los “valores de la democracia occidental” sino los intereses de la única superpotencia los que presidan su actuación.