Amplios sectores de las clases populares chilenas han dicho basta. La subida de los precios del metro ha terminado por rebosar un vaso lleno de malestar social contra las políticas antipopulares del derechista presidente Sebastián Piñera, y una miriada de protestas -tanto pacíficas como violentas- ha colapsado el país. Por primera vez desde la época de Pinochet, Piñera ha decretado el toque de queda y ha desplegado al ejército en las ciudades. De nada ha servido que retire la subida del precio del metro. Las protestas siguen y se ha convocado una huelga general.
Chile, un país donde las luchas populares están a la orden del día, afronta un estallido social sin precedentes en las últimas décadas. Al cierre de esta edición, se elevan a 15 las personas fallecidas en los disturbios, a cientos los heridos y a más de 2.000 el número de detenidos.
El desencadenante ha sido el aumento del precio del metro, algo que solo se puede comprender si se contextualiza. El precio del billete del metro de Santiago, que transporta diariamente a 2,8 millones de personas, es uno de los mayores de la región: es más caro que el de Nueva York. Ha subido de cuantía 20 veces en una década y es cuatro veces mayor que el del subte de Buenos Aires. Su oneroso precio golpea a los bolsillos de las clases medias y bajas, ya muy afectadas por el aumento del costo de la vida.
Una de las líderes del Frente Amplio de izquierda, la excandidata presidencial Beatriz Sánchez, lo sintetizó así en un tuit: «No ven la desesperación de una familia que gana el salario mínimo 301.000 pesos (424 dólares) y que gasta 33.500 pesos (47 dólares) al mes para ir al trabajo?»
Pero el precio del transporte público es solo uno de los mecanismos por los que la oligarquía financiera chilena y el capital extranjero -en especial el norteamericano- llevan 30 años saqueando a las clases populares chilenas, degradando continuamente sus condiciones de vida y de trabajo. Por eso, de nada ha servido que Piñera retirara el alza de los billetes de metro. Una vez encendida la mecha de las protestas, el enorme malestar social se ha puesto en movimiento.
Amplios sectores de la sociedad chilena están hartos de gobiernos (ahora el del conservador Piñera, antes con la de la socialdemócrata Michelle Bachelet) que han empujado a la privatización al sistema público de pensiones o a una educación y sanidad públicas cada vez más degradadas. Que ejecutan permanentes atracos en las tarifas de la luz, el gas, el precio de la gasolina o el coste de una sanidad privada que es tres veces más cara que en Alemania. La electricidad cuesta en Chile el doble que en el resto de América Latina.
La economía del país ha crecido sistemáticamente, pero paradójicamente aumenta la pobreza. El sueldo de un 70% de la población no alcanza los 770 dólares al mes, y 11 millones de chilenos, de los 18 que tiene el país, tienen deudas con unos bancos que cobran intereses anuales del orden del 47%, un porcentaje que en Europa sería delito de usura.
Irónicamente, hace muy poco Piñera presumía de que, frente a la creciente inestabilidad política en América Latina, Chile era una especie de «oasis». Ignorando el profundo hartazgo de una sociedad por la carestía y la desigualdad, extensible también a un régimen político heredero del pinochetismo e intervenido hasta la médula por los centros de poder vinculados a Washington. Solo el 49% de los chilenos van a votar, el resto considera que nadie les representa.
El Palacio de la Moneda tiene un polvorín en los cimientos. Son los antagonismos de clase.