Francia: protestas contra la subida de los carburantes

Chalecos amarillos y desprecio de clase

Francia vive protestas masivas de un movimiento popular heterogéneo llamado «chalecos amarillos» desde que el gobierno de Macron decidiera elevar el precio de los combustibles. El Elíseo ha aprovechado los disturbios y enfrentamientos con la policía para acusar al movimiento de estar bajo la dirección de la extrema derecha de Le Pen, pero el descontento contra Macron recorre un amplio espectro social e ideológico.

Macron ha decidido hacer pagar a las clases populares la factura de la lucha contra el cambio climático. Sumando a la escalada que ya lleva a lo largo de todo el año -donde el precio del diésel ha aumentado un 23% y el de la gasolina un 15%- el Elíseo ha decretado que a partir del 1 de enero de 2019, el precio de la gasolina en Francia suba 2,9 céntimos y el diésel, 6,5 céntimos el litro.

Es una agresión frontal al bolsillo de las clases medias y trabajadoras, especialmente a las de las provincias y las periferias urbanas, ésas que dependen de un coche entrado en años -diésel en muchos casos- para poder ir al trabajo o desplazarse. Esas que viven en zonas mal comunicadas, lejos de la Francia cosmopolita del “transporte ecológico”, del metro, el bus o la bicicleta. No es un país lejano: hay una enorme Francia rural o suburbana así.

«De repente, se les dice que no valen nada, porque no tienen una casa ecológica y porque sus coches llevan diésel», dice el sociólogo, Jean Viard a El País. El portavoz del gobierno Macron, Benjamin Griveaux, ha desarrollado creadoramente su desprecio de clase por las protestas de los ringards y los beaufs —los horteras y los cuñados, en jerga popular— y hacia los tipos que fuman Gauloises (tabaco negro) y van con un viejo Citroën.

Por eso, esta ha sido la chispa que ha hecho prender el difuso pero denso descontento que lleva años flotando en el ambiente social francés. Ese que ha hecho hundirse el bipartidismo y que está detrás del auge de alternativas políticas no convencionales -de extrema derecha o de extrema izquierda- contra un Palacio del Elíseo (el de Hollande y ahora el de Macron) que gobierna descaradamente contra las clases trabajadoras y medias. La relativa popularidad de Macron (que ganó las elecciones con el respaldo del 18% de la población) se ha erosionado rápidamente. “Es el presidente de los muy, muy ricos”. “Nos insulta, nos degrada, nos humilla”, denuncian los chalecos amarillos.

Son un movimiento popular semi-espontáneo y (de momento) sin cabezas visibles. En ellos es fácil ver una amalgama diversa de franceses, de “currantes”, autónomos, jubilados, agricultores, camioneros… Algunos han votado a la Francia Insumisa de Melénchón (el equivalente a Podemos), otros son viejos comunistas o sindicalistas, otros dieron su apoyo a Le Pen, y muchos se declaran abstencionistas. Les une el hartazgo por la degradación de sus condiciones de vida, por una situación que les hace cada vez más difícil llegar a fin de mes. Y por las élites parisinas.

El pasado 17 de noviembre los chalecos amarillos movilizaron a 287.000 personas. El día 24, otros 106.000 en 1.600 movilizaciones distintas en todo el país. Los disturbios y enfrentamientos -que se dieron solo en París, frente a las protestas más distendidas del resto del país- han dado al gobierno de Macron la oportunidad para desacreditarlo como «sediciosos de la extrema derecha». Algo que no han tardado en denunciar otras formaciones. “Cuando un movimiento recibe el apoyo de tres cuartas partes de los franceses, hay que responder a sus demandas, no reducirlos a un puñado de matones», han dicho desde la izquierda.

Los chalecos amarillos son la nueva manifestación del profundo malestar de las clases populares francesas, el mismo que se expresó en masivas movilizaciones y huelgas contra Hollande, o en La Nuit Debout de la juventud gala. Una indignación que no va a apagarse con ninguna medida que tome Macron.