La efervescencia del movimiento secesionista catalán, que alcanzó su cumbre los pasados meses de septiembre y octubre de 2017, cuando el Parlamento catalán estuvo a un tris de proclamar la República catalana independiente, no se puede entender sin atender a una multiplicidad de factores internos y externos, coyunturales e históricos, sociales y políticos, pero ante todo es un fenómeno político incomprensible sin tener en cuenta la existencia y el trabajo de fondo de un “padrino” con los atributos y los recursos necesarios para hacer emerger nada menos que un estado independiente entre Francia y España, dos de las más viejas naciones de Europa y dos de los pilares esenciales de la Unión Europea.
Si bien podría llegar a creerse que de forma más o menos espontánea crezca y se expanda un movimiento de corte nacionalista en cualquier región europea de cualquiera de sus Estados, donde anide un pasado histórico singular, rasgos culturales, étnicos o religiosos distintos, y un cierto sentimiento de disconformidad con la política oficial del estado donde está integrada, y donde además se agite convenientemente la idea del riesgo de la pérdida de la propia identidad (riesgo que sufre hoy cualquier minoría, pueblo, nación, estado o incluso continente, a causa del factor igualitario de la globalización), es sin embargo difícil de aceptar y creer que esa espontaneidad rija un proceso que no solo aspira a dotarse del máximo de instrumentos posibles (políticos, jurídicos, económicos, etc.) para defender sus aspiraciones, sino que se plantea de forma abierta y sin complejos nada menos que fundar un Estado nuevo en pleno corazón de Europa, desgajándose de un país en el que ha estado integrado los últimos 500 años, en franca oposición a la política actual de la UE (que tras el Brexit no quiere ni oír hablar de problemas de este tipo) y que acabaría formando un Estado beligerante entre Francia y España (sus reclamaciones territoriales a Francia, con el Rosellón, o a España, con los Països Catalans, empezarían al día siguiente de tener su hipotética independencia).
Pensar que un movimiento de este tipo puede plantearse cambiar porque sí las fronteras de Europa, en contra de los intereses de dos Estados como Francia y España, y en contra de la política de la UE, sin contar con un respaldo, e incluso un impulso muy poderoso, con un padrino que sí tenga el poder y la capacidad de mover fronteras y crear Estados, es como creer que plantando una semilla de avellano en el jardín te puede crecer una encina que, con el tiempo, además avasallará los jardines de los vecinos.
Se argumenta que en la Europa de los noventa, tras la caída del muro de Berlín y el hundimiento de la URSS, florecieron por Europa una veintena de mini-Estados. Pero amén del momento absolutamente excepcional (el derrumbe casi completo de un Imperio, que sometía por el terror a decenas de pueblos y naciones), no hay que olvidar tampoco que esos nacimientos también tuvieron sus respectivos padrinos (ya fuera EEUU, ya fuera la nueva Alemania reunificada), amén del hecho de que muchos de esos partos fueron sangrientos, dieron lugar a guerras, limpiezas étnicas, matanzas y arduas negociaciones fronterizas que han dejado heridas duraderas, muchas sin cicatrizar, sobre todo en los Balcanes.
Pero desde finales de los noventa, desde que el aventurerismo de Helmut Kohl y el garrote de EEUU encendieron y apaciguaron media docena de conflictos muy peligrosos en territorio europeo, la UE parece haber aprendido la lección y se muestra reacia a seguir patrocinando nuevas naciones, pues ya con 28 miembros resulta casi ingobernable. De ahí la resistencia de Francia y Alemania a permitir la ruptura de Bélgica, entre valones y flamencos, pese a que ambos pueblos, literalmente, ni se dirigen la palabra; o incluso, recordemos la oposición de la UE a la separación de Escocia en el reciente referéndum inglés.
Pero si esa es la doctrina actual de la UE, otra muy distinta es la estrategia de EEUU. El Imperio se mueve con otros intereses y maquina sus planes de dominio siguiendo otros estrategias y otros ritmos. Su sistema de intervención es más complejo y a largo plazo. Por supuesto que ejecuta movimientos tácticos, que a veces incluso resultan contradictorios, o difícilmente comprensibles, pero sus grandes líneas estratégicas a veces perecen y son bastante obvias.
Por eso es necesario analizar las cosas con cierta complejidad y visión histórica, adoptando una visión panorámica más que una mirada circunstancial.
Una estrategia de fondo
En efecto, no se trata solo de ver y denunciar si Trump puede estar dando apoyo y aliento ahora a los Puigdemont y compañía con la perversa intención de agudizar los problemas de una UE contra la que no para de disparar misiles, y a la que no hace mucho, tras una reunión de la OTAN, llegó a calificar abiertamente como “enemigo” de EEUU. Por supuesto que eso puede estar ocurriendo, y es necesario tenerlo en cuenta. Pero este elemento táctico, por así decirlo, puede sufrir mutaciones, por los motivos más diversos, de un día para otro. Por ejemplo: el estallido de un grave conflicto militar en el norte de África, supondría revalorizar inmediatamente el papel de España como aliado militar indispensable de EEUU en la zona. En tales circunstancias, mal casaría que EEUU requiriera a España un compromiso militar fuerte en el sur, mientras se la mete doblada en el norte con el tema catalán. Aunque podría ocurrir. El IRA seguía matando a mansalva en Gran Bretaña incluso cuando Margaret Thatcher era la mejor aliada de Reagan en la batalla final de la Guerra Fría.
En todo caso, es necesario entender que la estrategia de EEUU con Cataluña no corresponde ni a un subidón táctico ni solo a una coyuntura útil. Hay una estrategia de fondo, y una estrategia que cuenta ya con más de 50 años de antigüedad, es decir, cuando en España aún gobernaba Franco pero EEUU ya andaba planificando la España posfranquista. O más exactamente, cuando en los años 60, y dentro de esos planes de cambio de régimen y reubicación de España en el marco del diseño imperial, la CIA abrió su primera oficina en un piso de Barcelona.
El escritor Ferrer Lerín recuerda con sorpresa e ironía el momento en que descubrió que esos primeros agentes eran ni más ni menos que vecinos suyos. Y en una de las más extraordinarias novelas que se han escrito en España en los últimos tiempos (Familias como la mía, Editorial Tusquets, difícilmente encontrable ya) recoge, como de paso, una idea que en aquel momento le sorprendió, pero que hoy, 50 años después, cobra todo su sentido. Recuerda el escritor, que entonces era estudiante en Barcelona, que una de las propuestas de aquellos jóvenes agentes era la de que había que “catalanizar a la clase obrera”, que en su gran mayoría estaba formada en aquel momento por andaluces, murcianos, extremeños y aragoneses castellano-parlantes, y en su mayoría absolutamente iletrados.
Por extraños vericuetos y caminos difícilmente comprensibles (puesto que esa tarea la llevaron a cabo fundamentalmente en los años 70 y 80 las direcciones de Comisiones Obreras y la UGT, el PSUC y el PSC), el caso es que la estrategia consiguió salir adelante, y la emprendedora burguesía catalana se encontró ya en los años 80 no solo con una clase obrera técnicamente adiestrada y capaz, sino que aceptaba, en buena medida con agrado, su progresiva “catalanización”, o al menos la de sus hijos, que ya serían educados en una escuela donde el catalán era el idioma “vehicular” (palabra más que significativa) y la normalización lingüística había operado el “milagro” del que tanto se ufanaría luego Pujol durante sus 26 años de mandato: que en Cataluña toda la población, nativos e inmigrantes, asumían con agrado y de buen rollo la citada “normalización”. El citado milagro se atribuía, por otra parte, al tradicional seny de la burguesía catalana, que además de tal consenso social proyectaba por doquier la idea de que Cataluña era un oasis sin conflictos, alejado de la dura pugna que ya se vivía en España y de los primeros atisbos de una corrupción que lo anegaría todo.
Con el tiempo, a todo este montaje se le acabarían viendo las costuras, pero sus efectos sociales serían profundos y duraderos. De hecho, ni siquiera la revelación de que el President Pujol, su familia y su cohorte eran, de hecho, una banda organizada de depredadores, especializada en realizar sobornos y chantajes patrióticos, para dotarse de una fortuna incalculable en Andorra, Suiza y otros paraísos fiscales, aun siendo un duro golpe para muchos que habían creído en la santidad del patriarca del nuevo nacionalismo catalán, acabó provocando una desbandada de las huestes nacionalistas, que ya se habían apoderado de una administración y de un régimen que alimentaba a cientos de miles de fieles.
Por cierto que Pujol había cometido por entonces el mismo error que llevaría a Felipe González a la tumba. Absorbidos por el brillo que emanaba de la nueva Alemania reunificada y reluciente que capitaneaba el inmenso Helmut Kohl, que había arrancado a Gorbachov la reunificación alemana, y expandido su nuevo Imperio por todo el Este y Sureste de Europa, rediseñando fronteras, partiendo países y otorgando a otros derecho de nacimiento, al tiempo que proponía dotar a Europa de su propio dólar (el euro) y de su propio ejército, tanto González como Pujol, con distintos propósitos pero bajo la misma atracción, acabaron cayendo en el agujero negro en el que el Imperio terminó haciendo olvidar todo aquel sueño. Todos aquellos soñadores, con Kohl a la cabeza, acabaron decapitados, casi todos con la misma arma: la corrupción. La corrupción que hizo dimitir a Khol y casi termina con sus huesos en la cárcel. La corrupción que acorraló a González hasta dejarlo indemne frente a Aznar. La corrupción que llevó a Pujol al retiro. Habían elegido el mal camino, apoyado malas opciones y el Imperio no perdona.
Pujol siempre alardeó de su amistad con la CSU bávara, pero no llevó su estrategia hasta el final, aunque sentó las bases de lo que vino después: Pujol creó un régimen nacionalista que era, de hecho, un Estado dentro del Estado. Los Gobiernos transitorios de Maragall y Montilla no hicieron más que corroborar que el trabajo ya estaba hecho, que nadie de la élite (fuera socialista, Repúblicano, de izquierda unida o convergente) escapaba ya al enredo nacionalista, y que hicieran lo que hicieran el resultado era siempre el mismo: abrir y abrir el foso entre Cataluña y España. De eso se trataba. El Estatuto de Zapatero solo sirvió para complicar aún más las cosas, con sus idas y venidas, recursos y referendos… Su principal resultado fue devolver el poder a los nacionalistas, este vez con Artur Mas a la cabeza.
Con Mas (hasta que le alcanzó el tufo de la corrupción de su predecesor) y luego Puigdemont, el autonomismo tradicional giró de golpe al secesionismo. Puesto que el Estado español no les concedía todos los instrumentos para ser de hecho independientes (una justicia y una hacienda propias, ante todo), solo quedaba proclamarse independientes ellos mismos.
Y aunque uno y otro no dejaron de tener nunca en cuenta el factor europeo, el neonato independentismo comenzó a poner sus ojos sobre todo en contar con el apoyo del Imperio. El Govern siempre creyó que si EEUU decía que sí a la República catalana, Europa no tendría más remedio que acabar aceptando entre sus miembros al nuevo Estado catalán. De ahí que pese a las claras advertencias de la Comisión Europea, de Berlín y de París, rechazando el secesionismo, el Govern siguiera adelante. No se entendía ese desafío, pero a la vez que el Govern tejía su pequeña red de alianzas en Europa (con belgas, daneses, fineses, estonios…), se trabajaba intensamente sus relaciones con congresistas y senadores de EEUU, en cuyas manos depositaban todas sus esperanzas.
No deja de ser curioso que el conseller de exteriores catalán, Raül Romeva, procedente de Izquierda Unida, andara de despacho en despacho en EEUU, reuniéndose con los personajes más turbios de la administración americana, incluso con simpatizantes y admiradores de Trump, mendigando un reconocimiento del que dependía toda la maniobra tejida por el Govern.
Porque sí, mucho referéndum y mucha algarabía, mucho desacato y mucha desobediencia al Estado, pero ellos sabían a la perfección que todo dependía de lo que se resolviera en los despachos de Washington.
La herida abierta
Al final, por muy distintos motivos, EEUU se abstuvo de apoyar la República catalana, como todo el planeta, excepto Osetia del Sur. Sin duda, Washington valoró que no era el momento de dar ese paso. Los secesionistas ni siquiera contaban con la mayoría de la población. En España, el 90 por ciento del parlamento estaba en contra. La medida sería recibida como una puñalada hostil en Europa y abriría un periodo de incertidumbre tal vez incontrolable. España era un aliado fiel y leal, sobre todo en el terreno militar, donde EEUU ha instalado en los últimos años el escudo antimisiles (Rota) y el comando de operaciones en el norte de África (Morón). No era el momento.
Pero sería engañarse tomar esa decisión como algo más que una táctica en un momento dado. En las últimas dos décadas (y más desde que Europa adoptó el euro, considerado en EEUU como su mayor enemigo en Europa), EEUU se ha tomado muy en serio su trabajo de seducción y atracción de Cataluña. Y cuando EEUU “ataca”, ataca con todo: desde Madonna y la NBA, hasta Woody Allen y Netflix. En su delirio, no pocos catalanes creen hoy que Barcelona es la Nueva York del Mediterráneo y exhibir la sintonía y la presencia de estrellas de todo tipo de EEUU que visitan la ciudad es un deporte favorito de las autoridades.
Pero todo esto es la espuma del asunto. Un hecho más concluyente, es que mientras en el último año más de 4.000 empresas catalanas han trasladado su sede fiscal a otras regiones y ciudades de España, por miedo a que se proclame la independencia y Cataluña quede fuera de la UE, las grandes compañías tecnológicas del Imperio: Facebook, Google, etc. están tomando posiciones en la ciudad de Barcelona, e incluso aspiran a quedarse con la emblemática torre de Nouvel (el pene barcelonés). Mientras las empresas alemanas y españolas se replantean seguir en Cataluña, las grandes empresas americanas, inmunes al parecer a la inestabilidad política, planean convertir Barcelona en la nueva Irlanda. Y para celebrarlo, un conocido fondo de inversiones anglosajón acaba de comprarse Codorniú, para brindar con cava por el futuro de los negocios.
A pesar de que el Estado español reaccionó con dureza a la intentona secesionista, mantiene encarcelados o en el exilio a los dirigentes independentistas y prepara un juicio en el Supremo contra ellos, el hecho es que si bien España consiguió que nadie respaldara la aventura secesionista de Puigdemont, no ha conseguido en cambio que nadie respalde su estrategia de juzgar por rebelión a los encausados. Bruselas no aceptó la euroorden. Berlín no aceptó la entrega de Puigdemont… y el independentismo ha recuperado el Govern, el control del Parlament y los presupuestos que le permiten seguir financiando su causa.
Es claro que el Imperio no quiere ningún escarmiento. Tampoco Europa, aunque por otros motivos. Se trata de dejar la herida y el caso abierto, el problema sin resolver y el cuchillo encima de la mesa. Mientras tanto EEUU despliega su vieja y conocida estrategia de crearse un territorio afín bajo su control en pleno corazón de Europa, estratégicamente situado entre Francia y España. Un territorio muy atractivo, para los negocios y la diversión, con mucho talento, con gente muy innovadora, gobernada por verdaderos amigos, formados muchos de ellos en las mejores universidades americanas… como la dirigente independentista Elsa Artadi, formada en Harvard, y que es uno de los puntales de Puigdemont, que a punto estuvo de ser nombrada presidenta de la Generalitat. Un territorio “propio”, que quizá en otros momentos menos glamurosos que los actuales, pueda ser útil para desestabilizar Europa, España….
Puede ser que durante mucho tiempo Cataluña siga siendo aún una autonomía española, aunque con tanta autonomía que sea prácticamente independiente, o puede que una nueva crisis y un giro inesperado de las cosas haga posible la aparición de un República catalana. La errática y aventurera política de la nueva Administración americana y sus medidas extremas para responder al desafío de China y de los países emergentes no permiten hacer muchas previsiones a corto o medio plazo. Si Trump fuera abrumadoramente derrotado en las elecciones de medio mandato de noviembre, tal vez su estrategia se desinfle como un azucarillo y el león rugiente se convierta de pronto en un pato mareado. O puede que Trump salga respaldado e incremente la agresividad de su política comercial, diplomática y militar. Ambas opciones son posibles… y ambas pueden tener consecuencias significativas para Europa, para España… y para Cataluña, esa “tierra hostil” donde debajo de la estelada se ocultan las barras y estrellas… que muchos no quieren ver.