A las puertas de la apertura de una nueva legislatura en Cataluña todas las incógnitas están abiertas y todas las espadas siguen en alto.
¿Será investido president Carles Puigdemont? ¿Bajo que formas conseguirán las fuerzas independentistas formar gobierno? ¿En qué se concretará la “hoja de ruta” independentista tras constatar la imposibilidad de seguir avanzando por la vía unilateral?
Todos los comentaristas centran su atención en las disputas entre ERC y Junts per Catalunya, en las diferencias de la vieja cúpula del PDeCAT con la estrategia de Puigdemont, o en los límites que impone el Estado a través del 155 o las actuaciones judiciales.
Pero curiosamente, quien ha dado la mejor pista para aclararse en el laberinto catalán ha sido Artur Mas, que antes de dimitir como presidente del PDeCAT planteó en su consejo nacional que con el 47% de los votos no podrían imponer su proyecto.
Afrontamos una legislatura incierta y complicada, con un gobierno independentista que persistirá en forzar la situación para avanzar hacia la fragmentación. Pero existe una mayoría social en Cataluña que se enfrenta, de forma cada vez más clara, a la ruptura. Este protagonista es el que muchos obvian, y sin el cual no será posible entender nada de lo que sucede en Cataluña.
No es el 47,5%, Artur, es el 37,1%
La dimisión de Artur Mas de todos sus cargos orgánicos en el PDeCAT ha sacudido la política catalana. Se apunta a su necesidad de concentrarse en los muchos frentes judiciales que tiene abiertos, pero el propio Mas dio ante los suyos una visión diferente de la realidad catalana.
Ante la plana mayor del PDeCAT afirmó que los resultados del 21-D son un “éxito enorme”, ya que el soberanismo logró una mayoría absoluta de escaños a favor de “un Estado catalán”, lo que permite “mantener este objetivo”. Pero que al no haber pasado “claramente del 50 % de los votos”, el soberanismo no puede “acelerar la implementación de la independencia en el cortísimo plazo, porque es muy difícil hacerlo con el 47,5 % de los votos”.
La receta de Mas es clara: asegurar a cualquier precio la formación de un nuevo gobierno soberanista, no poner en riesgo la mayoría independentista, advirtiendo que “se tendrá que hacer política en los marcos establecidos por el Estado español, que son un corsé”.
¿Cómo leer estas declaraciones de Mas, principal impulsor del procés? Algunos medios las han aplaudido, frente al aventurerismo de Puigdemont, augurando que “la salida de los inspiradores o actores del despropósito puede ser el comienzo de una corrección que hay que celebrar”.
Pero Artur Mas está hablando de algo más profundo. Lo sabe por experiencia.
Hace solo seis años, CiU estaba en el cénit de su poder. Mas presidía la Generalitat con 62 diputados, gobernaba en el ayuntamiento de Barcelona, presidía las cuatro diputaciones, y había ganado por primera vez unas generales en Cataluña.
Pero la decisión de apostarlo todo al éxito del procés, aprovechando la debilidad de una España degradada en el concierto internacional -el “ahora o nunca” expresado por el propio Mas- lo cambio todo.
De los 76 diputados que entonces tenían las fuerzas independentistas se ha pasado a 70. Fracasando en todos sus intentos, presentados como plebiscitarios, por superar el 50% de los votos. Mientras que el voto a favor de la unidad, parcialmente ausente en las autonómicas, se ha movilizado, aumentando en casi un millón. Dando como resultado algo entonces impensable, que un partido como Ciudadanos, enfrentado al nacionalismo, fuera el más votado.
Este es el cambio histórico que ha puesto límites al independentismo. No ha sido, en lo principal, la aplicación del 155, ni la actuación de la justicia. Sino la movilización de cientos de miles de personas en Hospitalet, en Santa Coloma, en los barrios obreros de Barcelona…
Artur Mas lo sabe, pero se equivoca. No son el 47,5% -la cuenta según el porcentaje de voto emitido-, sino el 37,1% -lo que corresponde al peso en el censo del voto independentista-.
El peligroso aventurerismo de Puigdemont
¿Significa eso que el procés está en un callejón sin salida y que todo acabará volviendo a la normalidad si se mantiene la firmeza de las instituciones, como espera el gobierno de Rajoy?
Nada de eso. Vendrán momentos difíciles, y la batalla contra los proyectos de fragmentación está muy lejos de avanzar hacia vías de resolución.
La radicalización del procés ha engendrado monstruos. Personificado en los sectores más agresivos y aventureros del independentismo, ahora nucleados en torno a Puigdemont.
Necesitan mantener la sensación de excepcionalidad, forzar de cualquier forma la investidura de Puigdemont, cronificar la tensión “con España”. Esperando obtener réditos políticos de ello.
Una estrategia tan aventurera que ha encontrado ya la oposición o resistencia tanto en ERC como en los círculos dirigentes del PdeCAT, temerosos de que al estirar demasiado acaben perdiendo lo sustancial: mantener el control de los presupuestos de la Generalitat y la enorme capacidad de intervención del poder autonómico.
Aunque no se haya cerrado un acuerdo, es altamente improbable que ERC impida la investidura de Puigdemont, o de otro candidato de Junts per Catalunya.
Por encima de sus diferencias, todas las familias independentistas coinciden en seguir acaparando todos los resortes de poder, desde el gobierno hasta la Mesa del parlament, impidiendo que pueda acceder a ellos partidos como Ciudadanos a pesar de haber sido la fuerza más votada el 21-D.
Una mayoría por la unidad que debe hacer valer su peso
En estas condiciones, todo parece conducir -salvo sorpresas de última hora, no descartables, y menos en la política catalana- hacia la formación de un nuevo gobierno independentista presidido por Junts per Catalunya.
Es un peligro, pero no es el problema principal.
La contradicción principal está en una mayoría por la unidad que se ha movilizado, en la calle y en las urnas, pero que no puede ejercer la influencia política que se merece, en buena parte por la posición de los representantes políticos que deberían defenderla.
Por razones obvias, el PP, que ha cosechado un monumental rechazo, privándole de grupo parlamentario, no puede encabezar ninguna alternativa en Cataluña.
Mientras que el PSC -que con la dirección de Iceta había recuperado terreno, al distanciarse de la deriva filonacionalista anterior- ha dado en la campaña electoral un nuevo bandazo al confiarlo todo a que las concesiones al soberanismo apacigüen la tormenta, en lugar de radicalizar, como así lo exigen sus votantes, la defensa de la unidad.
Por su parte, Catalunya En Comú-Podem veta a Ciudadanos mientras intenta negociar con las fuerzas independentistas -las que ejecutaron los recortes y serán condenadas por la corrupción del caso Palau- su presencia en la Mesa del parlament. No es extraño que -después de haber ganado por dos veces las generales en Cataluña- haya visto como sus votantes le daban la espalda el 21-D.
Ante un nuevo gobierno independentista, es imprescindible la organización de la mayoría por la unidad, especialmente en el seno del pueblo trabajador, en Cataluña y en el resto de España. Y esto solo puede hacerse desde la izquierda, desde la defensa de los intereses comunes en la lucha contra los recortes, denunciando el carácter reaccionario y antipopular de las élites del independentismo.