El asalto al Capitolio por parte de las turbas trumpistas no solo es un acontecimiento cataclísmico para el sistema político norteamericano, sino que supone una sacudida de gran nivel en la escala de Richter para el ya convulso panorama internacional.
Este violento acontecimiento ha sido preparado cuidadosamente, y ningún aparato de la inteligencia norteamericana puede decir que no estuviera prevenido. Desde muchas semanas antes de las elecciones del 3 de noviembre, Trump ya avisó que no iba a aceptar un resultado electoral adverso, y que «pelearía como en el infierno» por imponer -con pruebas o sin ellas- sus acusaciones de fraude.
Pero no estamos (nunca lo hemos estado) ante un Nerón dispuesto a incendiar Roma por su egolatría, ante un insensato que actúa de por libre, o ante un «outsider» que trata de aferrarse al poder. Lo que ha ocurrido se corresponde a que un sector radicalizado de la clase dominante norteamericana, representado por la línea Trump, ha demostrado que está dispuesto a romper todas las reglas para culminar su proyecto. No sólo las leyes del sistema político estadounidense, sino las normas y límites no escritos de la disputa entre sectores y fracciones de la burguesía monopolista yanqui.
Los impactantes sucesos del Capitolio demuestran que el enfrentamiento interno dentro de la clase dominante norteamericana ha llegado a un punto de no retorno, que ha dado un salto cualitativo situándose en un grado de antagonismo que amenaza la misma estabilidad de la superpotencia hegemonista.
Ante el hecho de que EEUU se ha asomado al abismo de un golpe de Estado, se ha producido una reacción cerrada de la inmensa mayoría de los principales nódulos de la gran burguesía norteamericana, incluyendo muchos y muy poderosos sectores que hasta ahora se habían alineado bajo la línea Trump. Una gran mayoría de la oligarquía exige que Trump se marche para nunca volver, que quede para siempre inhabilitado políticamente y ya veremos si imputado penalmente. No porque rechacen sus modos y sus formas, sino por el enorme peligro que significa para EEUU hasta dónde ha demostrado estar dispuesto a llegar.
Pero nadie debe llamarse a engaño. Por mucho que Trump sea condenado al ostracismo y quede marcado para siempre, eso no va a suponer en modo alguno que se cierre la honda división en el seno de la clase dominante, que se expresa en una explosiva polarización en la cabeza y en los centros de decisión, pero también en la sociedad estadounidense. Una división que no sabemos si Biden va a poder cerrar o mitigar, pero que va tener severas consecuencias en un Imperio que está en su ocaso.
Lo que ha pasado se tiene que entender precisamente desde la situación de agudo declive que viene viviendo la superpotencia desde hace más de una década. EEUU se enfrenta a un mundo que le es cada vez más adverso, donde el orden mundial unipolar está agostándose al mismo ritmo al que se abre paso un orden mundial multipolar, en el que potencias emergentes -la más importante de ellas, China- pugnan por ser tratadas como iguales por la declinante superpotencia. Y donde la lucha de los países y pueblos del mundo -por ejemplo, en América Latina- no deja de propinar reveses al hegemonismo.
EEUU y su clase dominante han intentado revertir o al menos frenar ese declive de diferentes formas, con diferentes presidencias y líneas, pero todas ellas se han saldado en fracaso: Bush, Obama y ahora Trump. La presidencia de Trump ha logrado éxitos parciales más que notables, pero deja un panorama mundial convulsionado y una nación polarizada, y no ha logrado detener ni el ocaso norteamericano ni la emergencia del principal enemigo estratégico de EEUU: China. De hecho, ambas cosas se han acelerado, e incluso los logros de Trump han lesionado el sistema de alianzas internacionales de la superpotencia, especialmente en Europa.
Esto, el avance del ocaso norteamericano, es lo que agudiza sin cesar la división en el seno de la clase dominante yanqui y lo que alimenta la polarización social.
¿Qué va a pasar ahora? Es difícil hacer predicciones en un panorama tan convulso y dinámico, pero lo que es seguro es que comienza una presidencia de Biden bajo la sombra de un trumpismo que va a seguir presente en la política y en la sociedad. En cuestiones nodulares como la actuación con China, el nuevo presidente va a partir de la «herencia recibida» por su antecesor y no se vislumbra ningún giro radical. Habrá que ver cómo se enfrenta el nuevo inquilino de la Casa Blanca a las dificultades cada vez mayores de la hegemonía estadounidense.
Las consecuencias que tienen estos sucesos para Europa y España también están por ver, pero serán importantes. Bajo el «multilateralismo hegemonista» de Biden, con formas aún por definir, se vislumbra un mayor grado de encuadramiento de los aliados y vasallos europeos en los planes del hegemonismo, así como un mayor pago de tributos imperiales y una más decidida implicación de la OTAN en el frente contra China.
Tras lo ocurrido en el Capitolio, se nos lanza sin cesar el clima de opinión de que una vez que EEUU y el mundo se deshagan de Trump y de que sus tóxicas políticas sean eliminadas o arrinconadas, el nuevo y sensato emperador, Joe Biden, restaurará el benévolo y democrático orden mundial norteamericano. Tales ideas buscan encuadrar a los pueblos bajo el dominio de su peor enemigo, una superpotencia norteamericana que -bajo un presidente u otro, con una línea de actuación u otra- es la mayor fuente de explotación y opresión del planeta, la mayor fuente de guerra y desestabilización a escala mundial. Unos EEUU que serán más agresivos cuanto más agudo se vuelva su ocaso.