«Ni contigo ni sin ti / mis males tienen remedio / contigo porque me matas / y sin ti porque me muero».
Con el permiso de Antonio Machado, estos versos pueden servir para explicar la contradictoria relación entre el presidente norteamericano, Joe Biden, y el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, embarcado en una sangrienta guerra genocida contra la Franja de Gaza, donde los muertos tras cerca de 130 días de guerra ya superan los 28.000. Un incendio de horror y destrucción que eleva hasta el límite la tensión en una de las regiones más explosivas del mundo -Oriente Medio- y donde las pavesas ya amenazan con prender el fuego de la guerra en Yemen, Líbano o Siria, siempre apuntando a Irán.
Crecen las contradicciones entre la Casa Blanca y Netanyahu. Un Biden cuya popularidad está de capa caída está cada vez más incómodo con unos halcones ultrasionistas -alineados con Trump- que en un año electoral están generando graves tensiones internacionales y también dentro de EEUU, donde las movilizaciones contra la guerra son masivas y permanentes, y donde más de un 56% de los votantes demócratas y un 70% de los jóvenes están en contra del apoyo militar a Israel.
Esta es la razón táctica -que no humanitaria- por la que la Casa Blanca intenta impulsar un plan de paz para Gaza de acuerdo a sus intereses estratégicos. El Departamento de Estado quiere que Arabia Saudí reconozca a Israel -volviendo a enfrentar a Riad con Teherán, después de meses de acercamiento- a cambio de un alto el fuego, la liberación de los rehenes y el reconocimiento de una Palestina independiente.
Un plan que Netanyahu se resiste con todas sus fuerzas a negociar: su invasión terrestre del avispero de ruinas que es la Franja de Gaza le está costando mucho más tiempo (y más bajas) de las esperadas, pero busca a toda costa culminar la limpieza étnica de Gaza, empujando -por el horror de las bombas o por el implacable rugido del hambre y la sed- a los dos millones de gazatíes- al desierto del Sinaí. Mientras tanto, trata de azuzar a Hezbolá en Líbano o a las milicias iraníes en Siria, para provocar un contagio de la guerra que obligue a EEUU a intervenir.
Diarios como el New York Times -portavoz oficioso de la fracción de la clase dominante norteamericana alineada con Biden- publican artículos titulados «Muchos israelíes quieren que Netanyahu se vaya. Pero no existe un camino sencillo para lograrlo» y que hablan de cómo «forzar elecciones anticipadas en Israel» y de «formas de derrocar al primer ministro israelí».
Las contradicciones entre el Despacho Oval y el halcón del Likud son cada vez más patentes. Pero volviendo al poema, «Ni contigo ni sin ti / mis males tienen remedio / contigo porque me matas / y sin ti porque me muero».
Todos los inquilinos de la Casa Blanca -sean del signo que sean- saben que hay una línea roja no escrita: no se puede dejar caer al Estado de Israel, su principal gendarme militar norteamericano en Oriente Medio. Y menos en un momento en el que el poder hegemonista en esta zona del mundo lleva más de una década en retroceso.
Y por eso, mientras la diplomacia explora una salida acorde a los intereses de Washington, el gobierno norteamericano ha aprobado la venta de armas a Israel por valor de 147.500 millones de dólares pasando por alto la aprobación del Congreso. No es la primera vez que lo hace desde el 7 de octubre.
Una flota de guerra de la US Navy -encabezada por el portaaviones USS Gerald R. Ford- se mantiene próxima a la Franja de Gaza, para proteger las sangrientas operaciones de las fuerzas de Tel Aviv. Y todos los misiles israelíes que caen sobre la población civil gazatí son de factura norteamericana.
Hablan de paz pero mantienen la ofensiva. Esta es la contradictoria relación entre Washington y Tel Aviv, mientras el pueblo palestino sufre el más cruento de los episodios de 75 años de guerra, genocidio y apartheid.