La primera visita de Biden a Europa, tras los cuatro años de turbulencias, desencuentros y encontronazos que caracterizaron el mandato de Donald Trump, no ha tenido como objetivo prioritario restañar las heridas del pasado. Aunque un “nuevo tono” ha marcado el desarrollo de las cumbres (G-7, UE, OTAN,…), la esencia de estas reuniones ha sido la de siempre: EEUU ha traído su “nueva agenda” repleta de objetivos a cumplir, y Europa ha tenido que entrar a debatir los temas esenciales de esa agenda. Y, ante todo, el primero y prioritario para Washington: la necesidad de aumentar la presión, el cerco y la contención de China, elevada ya al rango de “enemigo estratégico”.
Muchos han sido los temas debatidos en este esperado “reencuentro” de EEUU con Europa. El G-7 comenzó con un gesto de magnanimidad de los poderosos: prometer 1000 millones de vacunas para los países más pobres (eso sí, cuando los ricos ya estén inmunizados). Y también con un rapapolvo al díscolo Boris Johnson por poner en peligro los acuerdos de paz en Irlanda del Norte. Fuera de esto, Biden traía en cartera un ambicioso plan económico pospandemia, destinado a relanzar las economías occidentales y recuperar el terreno perdido, no solo en este último año, sino probablemente en la última década, frente a rivales estratégicos como China.
La nueva fiscalidad corporativa, para gravar a los grandes monopolios, y los ingentes planes de gasto en infraestructuras y cambio del modelo energético, aspiran tanto a restañar heridas internas (obsolescencia de las infraestructuras, necesidad de crear empleo…) como a tratar de tomar la cabeza de forma enérgica en la carrera tecnológica del siglo XXI, donde China representa ya un desafío global. Dichos planes incluyen ayudas al desarrollo en distintas partes del mundo, donde de nuevo China se presenta como un rival al que hay que frenar, ante sus potentes inversiones y la fortaleza de su comercio.
Aunque los temas son muy diversos y variados, abarcando desde la pandemia a la fiscalidad, el cambio climático o las ayudas al desarrollo, la agenda norteamericana parece dirigir su filo constantemente a un mismo blanco: China.
Biden y su administración no solo no han modificado el objetivo ya fijado por Trump en la presidencia anterior, sino que se han embarcado en una estrategia global aún más incisiva e insistente contra China. Una estrategia en la que intenta poner en juego toda su artillería.
Empezando por el ingrediente ideológico. EEUU “ha vuelto”, y esa vuelta implica resucitar la vieja y demacrada idea de encabezar el mundo libre y a las naciones democráticas contra una nueva tiranía global. ¿Logrará el país del Black Lives Matter, el asalto al Capitolio y el apoyo a los bombardeos israelíes credibilidad para encabezar una nueva cruzada en nombre de la democracia?
También la pandemia se ha convertido con Biden, más incluso que con el Trump del “virus chino”, en un estilete dirigido contra Pekín. Contradiciendo a la OMS, Biden ha ordenado a “su” servicio de inteligencia que en 90 días le presente un informe definitivo sobre el origen de la pandemia, al tiempo que desde Washington se “resucita” la idea (ayer mismo calificada de “conspiranoica” por ellos mismos) de que el virus pudo “escapar” de un laboratorio en Wuhan.
Aunque los temas son muy diversos y variados, abarcando desde la pandemia a la fiscalidad, el cambio climático o las ayudas al desarrollo, la agenda norteamericana parece dirigir su filo constantemente a un mismo blanco: China.
Haciendo uso de un cinismo extremo, Biden se ha presentado en Europa como adalid de los derechos de la minoría uigur musulmana en China. Después de 20 años de masacrar media docena de países islámicos (Irak, Afganistán, Siria, Libia, Yemen…), y de fomentar la identidad entre musulmán y terrorista, ahora aspira a presentarse como guardián de los derechos de los musulmanes chinos, los únicos para los que pide democracia y libertad.
Igualmente, y con la excusa de “la falta de transparencia en los contratos, los deficientes estándares ambientales y sociales y la coerción” de China, Biden plantea a sus aliados que Occidente encabece un proyecto multibillonario de inversiones en infraestructuras y energía en América Latina, África y el sudeste asiático, para contrarrestar el plan chino de “La ruta de la seda”.
Tras más de cien años de colonialismo y neocolonialismo depredador, y después de que China haya tomado la iniciativa de dotar a gran número de países de infraestructuras básicas para el desarrollo, la comunicación y el comercio, Biden, temeroso de que EEUU acabe siendo arrinconado en buena parte del mundo, pretende reclutar a sus socios para una contraofensiva que apenas si puede ocultar la situación de “superpotencia a la defensiva” o “en declive”, que define su realidad.
Durante muchos años, mientras China ayudaba a construir carreteras, puertos, aeropuertos, centrales térmicas, etc… EEUU ha seguido con su línea de vender armas, remover gobiernos para tener líderes títeres, fomentar guerras y promover políticas neoliberales que han empobrecido a los pueblos y beneficiado en exclusiva a sus multinacionales. Ahora parecen haberse dado cuenta de que semejante línea de actuación les está granjeando la creciente animadversión de los pueblos y países del mundo, y aspiran a “cambiar”. ¿Pero puede el tigre dejar de ser tigre?
Biden aún no se ha manifestado claramente sobre el tema de la guerra comercial contra China desatada por su antecesor. Aunque sí ha dejado muy claro que en las cuestiones tecnológicas clave (5G, Huawei…) la ofensiva no solo sigue en pie, sino que se recrudece. Biden quiere ver las redes 5G de Huawei fuera de todo el ámbito occidental, y amenaza con sanciones a los que no lo hagan. Biden ha traído a Europa el “caramelo” del levantamiento de aranceles y sanciones a las empresas europeas que ahora los sufren, pero siempre que sus países asuman las demandas de EEUU.
Y, por supuesto, Biden no se ha olvidado del aspecto principal: el tema militar. La reunión de la OTAN ha consagrado lo que ya venía siendo un giro anunciado de su estrategia global, al erigir a China como principal enemigo estratégico, y ha avanzado en los planes concretos para lo que tiene todos los visos de ser un cerco militar a China: desplazamiento de lo principal de la fuerza militar global a la zona del Pacífico, concentración militar en el mar de China, reforzamiento de la alianza militar con Japón, Corea y Australia, búsqueda de una confluencia con países asiáticos en el entorno de China…, y para garantizar este ingente despliegue militar, una subida del gasto militar de todos los aliados, más allá del 2% del PIB exigido en su día por Obama, reclamado con malos modos por Trump y ahora convertido en una “necesidad vital” por Biden.
Nadie lo ha planteado, pero en los hechos la OTAN ha pasado a ser la OTPN, la «Organización del Tratado del Pacífico Norte». Y aunque aún dedica un capítulo importante a la vigilancia de Rusia, que todavía dispone de una poderosa fuerza militar, el blanco principal ha pasado a ser China.