Las fallas de Valencia

¡Bendito desorden!

Las fallas, como todas las fiestas populares, son subversivas no solo por su sátira, a veces feroz. Sino también porque provocan el caos, el desorden, el ruido quebrando felizmente durante unos dí­as el asfixiante orden y sosiego de la realidad oficial.

Algunas cosas resultan difíciles de entender. Como la propuesta del diputado de Esquerra Unida del País Valencià, Lluis Torró, para que las Cortes autonómicas impusieran, por ley, un código de conducta para “controlar y minimizar” el caos y los perjuicios que la celebración de las fallas provocan.

¿Qué el parlamento controle la celebración de las fiestas populares? Yo más bien creo que debería ocurrir al contrario, es el pueblo quien debe controlar férreamente a la clase política.

Sorprende la postura de determinados sectores de la izquierda ante las fallas. Preocupados por “el caos circulatorio” y la “contaminación acústica” durante las fiestas.

Mirar por encima del hombro las manifestaciones de la cultura popular, considerándolas como “restos de un pasado” que es necesario superar para entrar en la modernidad, o escandalizarse ante “el desorden” y “el caos” durante las fiestas, ha sido siempre propio de la “gente de orden”.

Muy temerosa ante que las manifestaciones de júbilo y alegría por parte del pueblo pudieran “desmadrarse”. Y por ello siempre dispuestas a someterlas a un estricto control, cuando no a prohibirlas directamente.

Ha ocurrido con los carnavales. Y ha sucedido con las fallas.

Ya en 1.784, se emite una ordenanza municipal que “prohíbe celebrar hogueras en las calles estrechas” durante la festividad de San José. Y durante el siglo XIX, el ayuntamiento y las demás instituciones echaron manos de los impuestos para controlar los carnavales y las fallas.

Como acto de rebeldía, en 1885, la revista La Traca decidió otorgar, por primera vez, premios a las mejores fallas. La iniciativa sería continuada por la asociación renacentista Lo Rat Penat en 1887.

«Las “gentes de orden” siempre han intentado controlar las fiestas populares, temerosos de que pudieran “desmadrarse”»

Así nacieron las fallas como fiesta, en conflicto con el poder establecido. Y así han continuado hasta hoy.

Las “superestructuras” falleras, encabezadas por una Junta Central Fallera demasiado vinculada con los caciques locales, no puede esconder, ni tampoco controlar, la realidad de la fiesta.

La de las casi 400 fallas, presentes en cada barrio, en cada calle. Que con más de 60.000 falleros son la organización popular más numerosa y arraigada. Y que, lejos de depender de subvenciones, se autofinancian gracias al trabajo de los falleros durante todo el año.

La crítica social de las fallas puede haberse suavizado en algunos casos, pero permanece, y en momentos de crisis como el actual se vuelve más aguda.

La posibilidad de dar rienda suelta, a través del exceso de ruido y el poder del fuego, a pulsiones ancestrales nos “carga las pilas” con una sacudida que nos engancha.

La libertad que se respira durante unas fiestas donde la calle es ocupada por la gente no es un precisamente un inconveniente.

¿Qué la clase política someta a control las fiestas populares? Hasta aquí podríamos llegar.

¡Bendito desorden!