Durante décadas, el daño se fue acumulando, pero la resiliencia de la laguna logró encajar los golpes. Hasta que el exceso de nutrientes llegó a un punto de no retorno para el Mar Menor
No existe una joya ecológica como el Mar Menor. Hay muchas lagunas costeras, pero muy pocas de aguas hipersalinas y cristalinas. Porque aunque ahora -al ver una sopa verde que rompe el corazón- cueste creerlo, los murcianos siempre hemos conocido unas aguas transparentes, donde la luz llegaba sin problemas hasta el fondo y alimentaba a un rico fitobentos (las comunidades de plantas ancladas en el sedimento lagunar).
El origen de los males del Mar Menor se remonta a la puesta en marcha de los regadíos en el Campo de Cartagena tras aprobarse el Trasvase Tajo Segura, a principios de los 80. Hasta ese entonces todo aquello era secano, pero con el paso de los años se llegaron a instalar hasta 60.000 hectáreas de regadío para la agricultura intensiva, con 3 y 4 cosechas al año y el uso masivo de fertilizantes.
El 85% de los nutrientes presentes en las aguas del Mar Menor tienen su origen en la agricultura industrial. Cada hectárea de laguna recibe el agua -de escorrentía o subterránea- de cuatro hectáreas de regadío fuertemente enriquecidas de nitratos y fosfatos, buena parte de los cuales acaba en el Mar Menor.
En las aguas oligotróficas (con escasez de nutrientes) como las que originalmente caracterizaban al Mar Menor, el exceso de nutrientes era rápidamente absorbido por el fitobentos, por las plantas del fondo de la laguna. Esta comunidad fue, durante décadas, el principal mecanismo de resiliencia del ecosistema, impidiendo la fatal eutrofización. El exceso de nutrientes se tamponaba por las algas, y el puntual aumento de fitoplancton producía a veces una explosión de medusas que se alimentaban del mismo. Y todo volvía a la normalidad.
Todo eso empezó a irse al traste a principios de 2016. A los ya considerables aportes de nutrientes procedentes de las ramblas que desembocan en el Mar Menor, se sumaron toneladas adicionales de nitratos y fosfatos procedentes de las salmueras de las plantas desalobradoras con las que se extraían aguas subterráneas.
Este exceso de nutrientes no pudo ser absorbido como hasta entonces por el fitobentos, y sobrevino el desastre. Los nutrientes quedaron en el agua disponibles para las algas microscópicas (fitoplancton), y tras un invierno más cálido de lo habitual, hubo una explosión del crecimiento de los microorganismos fotosintéticos. Las cristalinas aguas se enturbiaron de verde por meses. Las comunidades del fondo, el fitobentos, no pudo sobrevivir sin luz, y murió en un 85%.
El Mar Menor está al borde de la muerte, pero aún puede volver a la vida. No hay tiempo que perder.
Una enorme cantidad de plantas y animales perecieron, y al descomponerse, consumieron una enorme cantidad de oxígeno, produciendo unos primeros episodios de anoxia. Un primer episodio de mortandad masiva de caracolas, peces y fauna diversa, tuvo lugar.
Era el primer aviso. Pero aunque la comunidad científica dio grandes señales de alarma, el Gobierno regional… no hizo nada. Mejor dicho, hizo lo que había hecho hasta ese momento: seguir promoviendo la agricultura intensiva en el Campo de Cartagena.
Tras ese episodio, el funcionamiento ecológico del Mar Menor había quedado muy trastocado. Ya no estaba controlado por el fitobentos. Ahora el plancton de la columna de agua era el que metabolizaba los nutrientes disponibles. A partir de los tres o cuatro metros, la columna de agua era prácticamente anóxica y muy turbia, y solo en los niveles más superficiales había cierta oxigenación. Una laguna resiliente, capaz de autoregular con éxito las entradas de nutrientes, se había convertido en un ecosistema frágil, muy vulnerable a los cambios súbitos como los episodios de lluvias torrenciales (DANA) que llevan toneladas de sedimentos ricos en abonos al Mar Menor.
La eutrofización crónica había venido para quedarse. Y siguió manifestándose con mayor o menor gravedad. Unos años más tarde, el 12 de octubre de 2019, tras una fuerte DANA, tuvo lugar un gran episodio de mortandad masiva de la fauna acuática de la laguna, con cientos de miles de peces y crustáceos agonizando en las orillas ante los ojos horrorizados de los murcianos. Este episodio fue aún más cruento porque a la anoxia típica de la eutrofización se sumó la euxinia: en condiciones anóxicas, las bacterias del azufre liberan sulfuros tóxicos en el agua, que emergen y potencian la mortandad.
Esta segunda visita del Mar Menor a la UCI conmocionó, como no lo había hecho hasta ese momento, a la opinión pública murciana. Pero el gobierno regional mantuvo su discurso: la culpa la tenía la DANA y las aguas de la laguna volverían a ser transparentes. Circulen, aquí no ha pasado nada.
Tres años después, en agosto de 2021, un nuevo episodio de mortandad masiva ha asolado las playas de La Manga, a los ojos de cientos de miles de turistas de todo el país. La conciencia sobre el ecocidio perpetrado contra el Mar Menor, referente emocional para los murcianos y también para otros cientos de miles de españoles, ha dado un salto. Lo demuestran las miles de firmas que -en muy pocas semanas y desde toda España- se han recogido para una ILP que pretende dotar de personalidad jurídica al Mar Menor.
Hace falta voluntad política para actuar sobre el problema originario: una agricultura sobredimensionada e intensiva en la cuenca que vierte sobre la laguna. El Mar Menor está al borde de la muerte, pero aún puede volver a la vida. No hay tiempo que perder.