Como dijera una vez Pablo Neruda, recordar «a plena luz» a Miguel Hernández, ahora que se celebra el centenario de su nacimiento, «es un deber de España, un deber de amor».
Con esa soberbia capacidad de síntesis para describir la sustancia de la que estaban hechos sus compañeros de generación, Vicente Aleixandre, amigo íntimo del poeta oriolano y valedor de su obra en el Madrid republicano, literario y vitalista de los años 30, definió a Miguel Hernández como “un alma libre que miraba con clara mirada a los hombres”. Alma libre y mirada clara, es difícil describir con más acierto y menos palabras la personalidad y la obra de Miguel Hernández. Alma libre que empieza a manifestarse casi desde la misma niñez en su Orihuela natal, donde ni su autoritario padre ni la omnipresente presencia de la Iglesia conseguirán torcer su destino. Mirada clara, limpia, honesta, que le llevara a adoptar un compromiso radical, como poeta y como militante comunista, con la libertad y con su pueblo. Pese a su temprana muerte (a los 41 años de edad en la cárcel de Alicante), tanto su obra como su vida –reflejo la una de la otra– son de tal hondura e intensidad, que necesariamente, dado lo limitado del espacio, nos vemos obligados a tratarlas en dos entregas sucesivas. El niño pastor Nace Miguel Hernández en el otoño levantino de 1910. En una España que, aunque todavía sumida en la decadencia y el inmovilismo de la Restauración, está a punto de entrar –tras la Iª Guerra Mundial, 8 años más tarde– en uno de los períodos más vibrantes y fructíferos de su historia, el que va desde la instauración de la dictadura de Primo de Rivera hasta la derrota de las fuerzas populares y antifascistas en la Guerra Civil, donde el pueblo español va a acometer uno de los más serios intentos de transformación radical del país y de ruptura de las cadenas de siglos que la han condenado al atraso y la pobreza. Hijo de un modesto tratante de ganado, la vida de Miguel Hernández transcurre rodeado, por un lado, por el exuberante oasis que supone la feraz huerta de la Vega Baja del río Segura. Por el otro, por el abrupto y luminoso paisaje de las sierras montañosas que rodean la ciudad, que Miguel Hernández recorrerá incansablemente durante buena parte de su infancia y su primera juventud como pastor de un pequeño rebaño de cabras. Este intenso contacto directo con los prodigios y misterios de la naturaleza, con la luna y las estrellas en las noches al raso, con las sequías y las lluvias torrenciales propias de un clima mediterráneo, con las hierbas curativas y los ritos de apareamiento de sus animales, forjarán en buena medida su carácter y se convertirán posteriormente en una fuente inagotable de inspiración en su obra. Durante varios años, de una forma interrumpida, Miguel Hernández asiste a la Escuela del Ave María donde realizará los estudios primarios entre los 8 y los 13 años. Su extraordinario talento en materias como gramática, aritmética o geografía impulsa a los religiosos que dirigen la escuela a buscarle una beca para los estudios de bachillerato en el colegio de Santo Domingo, dirigido por los jesuitas. Algo que en la España de 1920 estaba al alcance de muy pocos jóvenes de familia humilde. Sin embargo, los estudios son una fuente constante de conflicto con su padre, que permanentemente lo requiere para que cuide su ganado. A los 14 años, se ve obligado a abandonar el colegio para volver a conducir los rebaños de cabras por las sierras. Pero para entonces, la llama de la pasión por el saber ya ha prendido en él. Aprovecha los interminables días de pastoreo para devorar con ansiedad todos los libros que es capaz de conseguir mediante su amistad con el canónigo Juan Almarcha que ha dirigido sus estudios. Virgilio, San Juan de la Cruz, Gabriel Miró, Zorrilla, Rubén Darío,… empiezan a insuflar en su alma el espíritu de la poesía. En las sierras oriolanas, a la sombra de pinos y carrascas, empezará Miguel Hernández a labrar sus primeros itinerarios poéticos. Por las noches, una vez acabada la faena pastoril, Miguel acude a la panadería de los padres de los hermanos Fenoll, donde junto a estos, el también futuro poeta Manuel Molina y los hermanos Ramón y Justino Marín (los Sijé) organizan una pequeña tertulia literaria. De este período nace la entrañable amistad entre Miguel Hernández y Ramón Sijé, cuya prematura muerte en 1935 dará lugar a la Elegía que cierra el libro “El Rayo que no cesa”, uno de los poemas funerarios más altos que ha dado la poesía española de todos los tiempos. Es el mismo Ramón Sijé, por aquel entonces estudiante de Derecho en la Universidad de Murcia, el que anima a Miguel Hernández a persistir en sus primeros intentos poéticos, orientándole en sus lecturas y ayudándole a conseguir los libros de la biblioteca del Círculo de Bellas Artes. Un mundo nuevo, un universo fascinante se abre así ante él al descubrir a los clásicos del Siglo de Oro, Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo, Garcilaso y, por encima de todos, Góngora, por el que, como el resto de la Generación del 27, queda fascinado. A partir de este momento, Miguel Hernández se convierte en un autodidacta. El reducido mundo de la ciudad de Orihuela, cuya vida social y cultural ha estado históricamente dominada por la Iglesia, se le queda cada vez más pequeño a medida que su horizonte literario se va ampliando. Con 20 años recién cumplidos, Miguel Hernández empieza a publicar poemas en un semanario local, El Pueblo, y en el periódico El Día de Alicante. Nace el poeta Sólo un año más tarde, en diciembre de 1931, apenas 8 meses después de proclamada la República, Miguel Hernández se dirige a Madrid con un puñado de poemas bajo el brazo y algunas recomendaciones que le van a servir de bien poco. Tras semanas de incesante búsqueda de algún tipo de trabajo que sea compatible con el desarrollo de su obra poética e infructuosos intentos de introducirse en las tertulias y cenáculos literarios madrileños, debe regresar a Orihuela. Sin embargo, no vuelve de vacío. En Madrid ha podido comprobar cómo su visión poética y su admiración por Góngora no son un caso aislado en el panorama literario español del momento. Como resultado, saldrá a la luz su primer libro, Perito en lunas, un arriesgado, y forzado, experimento poético neogongorino, donde, pese a sus evidentes limitaciones, Miguel Hernández aparece ya como un poeta dotado de una poderosa capacidad de dominio del lenguaje y una voluntad indomable de forjarse un estilo propio. A lo largo de los dos siguientes años, en medio de una España en permanente ebullición política y social, continúa absorbiendo el material poético de sus intensas e incansables lecturas y puliendo y forjando su propia identidad como poeta. Empieza a hacerse un nombre en el universo literario regional y hace, junto a su inseparable Ramón Sijé, las primeras lecturas públicas de sus poemas en Orihuela y Alicante. En la primavera de 1934, inicia su segundo intento por instalarse en Madrid. Esta vez, le acompañará la fortuna. Su auto sacramental Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras –nacido como consecuencia de las lecturas de Calderón de la Barca y de la influencia eclesiástica en la vida cultural oriolana– ha sido publicada por la revista Cruz y Raya, revista “del más y del menos» o «de la afirmación y la negación», dirigida por José Bergamín, donde publican muchos autores de la generación del 27 y que es la publicación de más prestigio, más original, abierta e independiente del Madrid literario de entonces. Nada más llegar a Madrid es elegido como colaborador en las Misiones Pedagógicas, a través de las cuales los gobiernos republicanos están llevando la instrucción y la cultura a las zonas rurales más empobrecidas, aisladas y retrasadas de España. A continuación, el gran José María de Cossío lo contrata, primero como recogedor de datos y redactor de historias de toreros para la inmensa enciclopedia sobre la tauromaquia que está gestando, después, llevado de la ferviente admiración que siente por la obra del joven poeta, como secretario personal. Entabla una amistad que va haciéndose cada vez más íntima con Vicente Aleixandre, que será clave en su futuro, puesto que Aleixandre ocupa algo así como una posición nodal, de cruce, interconexión y encuentro entre las poderosas personalidades literarias, los distintos clanes que conforman la generación del 27 y los diversos círculos académicos y culturales que se han ido construyendo en torno a ella. Lentamente va introduciéndose en el Madrid literario, su círculo de amistades se amplía con Altolaguirre, Alberti, Cernuda, María Zambrano o Pablo Neruda. Entre Neruda y Aleixandre lo aleccionan en el surrealismo y le instruyen en las nuevas formas poéticas revolucionarias. Junto a Alberti, lo inician en la poesía social y comprometida, influyendo decisivamente en la ideología política del poeta oriolano. En diciembre de 1935, la Elegía a Ramón Sijé es elogiada pública y entusiásticamente por Juan Ramón Jiménez, un hecho tan insólito dado el hosco carácter y el retraimiento del gran poeta onubense, que abre definitivamente las puertas a su consagración literaria. La publicación de El Rayo que no cesa es saludada unánimemente como el nacimiento de un nuevo gran poeta, algo especialmente difícil y complejo en un mundo cultural que rebosa de figuras insignes y ya consagradas. Los dos primeros años de su estancia definitiva en Madrid , entre 1934 y 1936, van a ser, de este modo, decisivos en su vida y su obra. Al estallar la guerra civil, en julio del 36, Miguel Hernández será, no el primero ni el único, pero sí el más consecuente de los grandes autores de la generación del 27 en dar un paso al frente. A los pocos días del alzamiento ya está alistado como miliciano del Vº Regimiento, el Ejército Popular creado por el Partido Comunista de España de José Díaz y Pasionaria para hacer frente al fascismo y la guerra. Pero este será el tema que nos ocupe la siguiente entrega. VIENTOS DEL PUEBLO Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta. Los bueyes doblan la frente, impotentemente mansa, delante de los castigos: los leones la levantan y al mismo tiempo castigan con su clamorosa zarpa. No soy un de pueblo de bueyes, que soy de un pueblo que embargan yacimientos de leones, desfiladeros de águilas y cordilleras de toros con el orgullo en el asta. Nunca medraron los bueyes en los páramos de España. ¿Quién habló de echar un yugo sobre el cuello de esta raza? ¿Quién ha puesto al huracán jamás ni yugos ni trabas, ni quién al rayo detuvo prisionero en una jaula? Asturianos de braveza, vascos de piedra blindada, valencianos de alegría y castellanos de alma, labrados como la tierra y airosos como las alas; andaluces de relámpagos, nacidos entre guitarras y forjados en los yunques torrenciales de las lágrimas; extremeños de centeno, gallegos de lluvia y calma, catalanes de firmeza, aragoneses de casta, murcianos de dinamita frutalmente propagada, leoneses, navarros, dueños del hambre, el sudor y el hacha, reyes de la minería, señores de la labranza, hombres que entre las raíces, como raíces gallardas, vais de la vida a la muerte, vais de la nada a la nada: yugos os quieren poner gentes de la hierba mala, yugos que habéis de dejar rotos sobre sus espaldas. Crepúsculo de los bueyes está despuntando el alba. Los bueyes mueren vestidos de humildad y olor de cuadra; las águilas, los leones y los toros de arrogancia, y detrás de ellos, el cielo ni se enturbia ni se acaba. La agonía de los bueyes tiene pequeña la cara, la del animal varón toda la creación agranda. Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta. Muerto y veinte veces muerto, la boca contra la grama, tendré apretados los dientes y decidida la barba. Cantando espero a la muerte, que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas. ELEGIA A RAMÓN SIJÉ (En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería.) Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano. Alimentando lluvias, caracoles Y órganos mi dolor sin instrumento, a las desalentadas amapolas daré tu corazón por alimento. Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento. Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal te ha derribado. No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida. Ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo voy de mi corazón a mis asuntos. Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo. No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada. En mis manos levanto una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes sedienta de catástrofe y hambrienta Quiero escarbar la tierra con los dientes, quiero apartar la tierra parte a parte a dentelladas secas y calientes. Quiero minar la tierra hasta encontrarte y besarte la noble calavera y desamordazarte y regresarte Volverás a mi huerto y a mi higuera: por los altos andamios de mis flores pajareará tu alma colmenera de angelicales ceras y labores. Volverás al arrullo de las rejas de los enamorados labradores. Alegrarás la sombra de mis cejas, y tu sangre se irá a cada lado disputando tu novia y las abejas. . Tu corazón, ya terciopelo ajado, llama a un campo de almendras espumosas mi avariciosa voz de enamorado. . A las aladas almas de las rosas… de almendro de nata te requiero,: que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero. CANCIONERO Y ROMANCERO DE AUSENCIA Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida. Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte. Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor.