La principal potencia europea y cuarta economía mundial estrena gobierno, pasando página después de 16 años de hegemonía democristiana con Ángela Merkel como indiscutible canciller. El nuevo ejecutivo de Berlín, presidido por Olaf Scholz, será un tripartito inédito hasta ahora en la política germana. La prensa no ha tardado en ponerle el mote de «gobierno semáforo», por el rojo de los socialdemócratas, el verde de los ecologistas y el amarillo de los liberales.
Nada más sentarse en el asiento de la cancillería, Olaf Scholz deberá ponerse a los mandos de una crisis sanitaria que ha adoptado tintes más que preocupantes. Con más de 76.000 contagios diarios y una incidencia acumulada desbocada, la cuarta ola de la Covid19 -con mucho, la peor que está viviendo Alemania- ha situado al país en alerta máxima.
Lejos quedan los días del principio de la pandemia, en los que Alemania fue puesta como ejemplo de gestión sanitaria. Ahora se ha quedado rezagada en la vacunación, con sólo un 68% con la pauta completa, y con más de 14 millones de adultos que se niegan a inmunizarse. La tasa de mortalidad es menor que la de otras olas, pero muchos hospitales están colapsados o al borde. Hasta el punto de que se ha tenido que recurrir al ejército para trasladar pacientes críticos de zonas sin una sola cama UCI libre, a hospitales de länder menos afectados, o incluso a países vecinos como Italia.
No sólo están en peligro decenas de miles de vidas, sino la propia recuperación económica post-covid si se tiene que recurrir a un nuevo confinamiento como ha hecho la vecina Austria. El nuevo ejecutivo tratará de fortalecer el sistema sanitario, de acelerar la vacunación y convencer a los indecisos, pero se ha puesto sobre la mesa la posibilidad de medidas más drásticas, como la vacunación obligatoria.
Más allá de la urgencia perentoria de hacer frente a la pandemia, el nuevo gobierno alemán ha establecido una de sus prioridades en la modernización y digitalización de la economía -a pesar de su potencia industrial y exportadora, Alemania está lastrada por una deficiente infraestructura digital, con una de las peores coberturas de fibra óptica de Europa- y en la transición ecológica. Pero tiene un gran problema en el plano energético.
El país cerrará todas sus centrales nucleares en 2022, pero eso agudizará su dependencia energética del gas ruso -algo que entraña, como se está viendo ahora, no pocos riesgos geopolíticos- y de la quema de carbón nacional. Los verdes, que son el segundo partido con peso en el gobierno y van a ocupar la cartera de Energía y Medio Ambiente, han exigido que Alemania adelante a 2030 el fin del carbón y que para entonces el 80% de la electricidad del país sea de origen renovable.
Detrás de este impulso por la transición ecológica y por la descarbonización de la economía alemana -más allá de la buena voluntad de los votantes verdes y socialdemócratas- hay intereses mucho menos nobles que la lucha contra el calentamiento global y el cuidado del clima. La burguesía monopolista alemana ha leído el signo de los tiempos y ha comprendido que una nueva revolución industrial -ligada a las nuevas tecnologías y al «New Green Deal»- está en marcha a toda prisa. Y se ha marcado como objetivo irrenunciable que sea Alemania, y sus monopolios, los que encabecen esta transformación eco-capitalista. Lo «verde» y lo «ecológico» es para ellos una barrera arancelaria más, para defenderse de otras economías competidoras, como la de EEUU o la de China.
Otro eje del tripartito de Scholz parece ser atenuar las profundas desigualdades que han generado 16 años de políticas conservadoras en el mercado laboral alemán. Inventos como los «minijobs» de Merkel, han aumentado la precariedad y la temporalidad, los trabajadores pobres que ni llegan a fin de mes y que tampoco cotizan, y la brecha salarial entre hombres y mujeres.
Como se esperaba, el ministro de Finanzas de la locomotora europea va a ser Christian Lindner, el líder de los liberales, un auténtico «halcón de la austeridad»
Está por ver si el socialdemócrata Scholz cumple con una de sus promesas estrella en campaña: la subida del salario mínimo a 12 euros por hora, algo que beneficiaría a 10 millones de alemanes. De momento ha contrariado a sus bases anunciando que no va a llevar adelante otra de sus promesas, el tope nacional al precio de la vivienda, o la moratoria sobe los alquileres.
Pero en todo caso, todo lo anterior hace referencia a las políticas internas. No pocas voces de la izquierda española han mostrado en las últimas semanas su esperanza en que el nuevo gobierno alemán dé un «giro socialdemócrata» que abandone «las políticas austericidas», y el impulso en las instituciones europeas de una «disciplina fiscal prusiana», especialmente para los países del sur de Europa como España, Portugal, Grecia o Italia.
Todo indica que no hay mucho espacio para esas ilusiones, ya que -como se esperaba- el ministro de Finanzas de la locomotora europea va a ser Christian Lindner, el líder de los liberales. Llamar «halcón de la austeridad» a Lindler seguramente se quede corto. No pocos dicen que es más inflexible que Wolfgang Schäuble, el ministro de Finanzas de Merkel que llegó a amenazar a Grecia con su expulsión del euro en 2015. Lindler es un convencido partidario de la ortodoxia presupuestaria, un acérrimo enemigo de permitir que los países del sur de Europa -entre ellos España- logren un cierto «trato flexible» sobre el déficit público del Pacto de Estabilidad.
También queda por despejar cómo se va a posicionar el nuevo gobierno semáforo en los problemas candentes de la arena internacional. ¿Va a alinearse con los llamados de Biden a que Europa se encuadre decididamente en el frente antichino, o a que sea mucho más beligerante con la Rusia de Putin? ¿O va a mantener -como ha hecho Merkel en sus últimos años- una posición internacional pragmática con China -el principal socio comercial de la UE- y con Rusia, de la que Alemania depende para el suministro energético?