Uno de los rasgos más notorios y destacados de la crisis económica y social desatada por la epidemia de la Covid, en contraste con lo que ocurrió en 2008, es el cambio radical de postura adoptado por Alemania. Frente a la línea de “austeridad extrema” impuesta entonces por Merkel, con recortes, sacrificios y sanciones muy duras a los entonces bautizados como PIGS, la línea actual defendida por Alemania, y adoptada por la UE, se ha olvidado por el momento de las medidas austericidas y aboga por eliminar los límites al déficits de los estados e incluso otorgar a los países más castigados “dinero gratis” y préstamos en condiciones muy ventajosas. ¿A qué obedece este cambio de postura? ¿La madastra se ha convertida en una madre amorosa?
No es un secreto que, tras el estallido de la crisis del Covid, Alemania ha vuelto a tomar el timón de Europa y, para sorpresa de muchos, la misma capitana, Ángela Merkel, que en el pasado exigía látigo en mano recortes y sacrificios por doquier, ahora se muestra una líder flexible y hasta generosa, abogando por “ayudar” a los países del Sur a salir del tremendo socavón económico y social al que los ha empujado la pandemia.
Una Ángela Merkel que hace un año parecía desahuciada como líder, en Alemania y en Europa, pero que ha sabido aprovechar la situación creada por la pandemia para volver a tomar los mandos, domeñar los conflictos internos (sobre todo el provocado por el auge de la extrema derecha, organizada en torno a Alternativa por Alemania, erigida en tercera fuerza política en las últimas elecciones) y diseñar una salida exitosa a su periplo como canciller, antes de su anunciada retirada en 2021. Merkel ha retomado el timón, presenta como aval una exitosa gestión en la lucha contra la Covid, ha recuperado el prestigio y el liderazgo en Alemania (superando incluso el traspiés de la dimisión de su sustituta al frente de la CDU) y ha desplazado del centro del escenario europeo a un maltrecho Macron, encabezando una respuesta a la crisis con unos parámetros muy diferentes, incluso antagónicos, a los que impuso en la crisis anterior.
¿Quiere esto decir que Merkel ha “cambiado”, que ya no defiende los mismos intereses, que ya no piensa solo en Alemania, que ya no trata de imponer la primacía de las grandes empresas, los monopolios y los grandes grupos industriales y financieros de Alemania?
En absoluto. En eso Merkel se mantiene inamovible.
Lo que ha cambiado es, en primer lugar, la fuente y la naturaleza de la crisis actual y, en consecuencia, la respuesta adecuada.
En 2008 la crisis tenía un motivo y una raíz esencialmente financiera, aunque acabó teniendo efectos demoledores en otros campos (como el estallido de la burbuja inmobiliaria en España, que hundió un sector que representaba entonces casi el 15% del PIB y dejó cinco millones de parados). Para Alemania y para Francia lo único importante en ese momento era que países como España hicieran frente a las enormes deudas que habían contraído con la banca europea (y que esa banca había ofrecido a manos llenas y casi a 0 intereses), aunque ello supusiera imponer drásticos recortes a la salud, la educación y las pensiones. Cabe recordar el hecho ignominioso de que para garantizar la primacía en el pago de esa deuda, incluso se llegó a reformar la Constitución. Pagar a los bancos alemanes era prioritario incluso a pagar las pensiones en España.
El inmenso socavón económico y social provocado por la epidemia de Covid tiene, obviamente, otro origen y una naturaleza muy distinta. La causa de la debacle, que ha afectado (en distinto grado) a todos los países y a todas las economías sin excepción, obedece ante todo al drástico parón en los aparatos productivos causado por las estrategias de confinamiento masivo y cuarentena decretadas por los gobiernos para frenar la expansión del virus. Ello ha llevado en todas partes a caídas del PIB que no se conocían desde la segunda guerra mundial. Y ha llevado a los estados y a los gobiernos a tener que aprobar medidas de salvamento de sus empresas por valor de centenares de miles de millones de euros. Solo el salvamento de las principales aerolíneas europeas (uno de los sectores más castigados, debido al parón de los vuelos, a las restricciones a la movilidad y a la caída del turismo) ha supuesto hasta ahora un gasto de más de 25.000 millones de euros. Y es muy probable que, con la segunda ola del virus ya en marcha, sean necesarias ayudas suplementarias para impedir una quiebra generalizada. Si exceptuamos unos pocos sectores económicos (como la alimentación, por ejemplo), la inmensa mayoría se ha visto afectada de una forma drástica por el parón productivo y de consumo: veremos a final de año, qué caída ha sufrido el sector automovilístico, por no hablar de la restauración, la hostelería y el turismo, hundidos casi en todas partes.
Ni que decir tiene que, en los estados dominados por unas burguesías monopolistas que llevan décadas y décadas monopolizando el poder, la gran mayoría de esas ayudas, y desde luego las más voluminosas, han ido a para a manos de las grandes empresas, los monopolios y los grupos industriales y comerciales más poderosos. Y el BCE ha dado, por su parte, barra libre a la gran banca para que tome dinero prestado incluso a tipos negativos, algo así como “pagar” para que se lleven el dinero.
Pero los estados, ni aun los más poderosos, pueden mantener de manera indefinida estas ayudas salvadoras ni continuar inyectando dinero sin límite. Las empresas tiene que reanudar su actividad y recuperar sus mercados. ¿Pero cómo hacerlo si esos mercados están en buena parte en países que han quedado económicamente devastados por la pandemia y sumidos en una crisis letal?
Esa u otra pregunta similar es la que ha llevado a Merkel, como portavoz de su gobierno y de su clase, a replantearse la estrategia alemana. Los mercados de Italia, España, Portugal, Grecia o Polonia, y la misma Francia (y más tras la espantada británica con el Brexit) son claves para la hegemonía europea de los grandes monopolios alemanes. Alemania se juega más de 200.000 millones de euros anuales de beneficio comercial en esos mercados. Si sumamos un año y otro año y otro año, podemos hacernos una idea de lo que esos mercados representan para la economía alemana… y del agujero que dejaría su pérdida.
Por eso, Alemania saltándose sus propias reglas sobre el control del déficit o su negativa cerrada a otorgar ayudas a fondo perdido o a mutualizar la deuda, ha dado un viraje de 180º y se ha presentado como adalid de la necesidad de ayudar al Sur y de colaborar en sacar cuanto antes a sus economías del marasmo.
Esas ayudas, sin embargo, tienen doble fondo. Alemania quiere garantías de que, efectivamente, el dinero va a acabar revirtiendo, de una u otra manera, en sus arcas y ha de servir para fortalecer la hegemonía de sus monopolios y de sus grandes empresas. De ahí que haya exigido que los futuros desembolsos vayan condicionados a determinados planes (que han de proponer los estados que reciban las ayudas) y que tienen que ver con el desarrollo de políticas energéticas e industriales ligadas a las nuevas energías y a desarrollos tecnológicos que fomenten la digitalización. Se trata de promover una Economía verde y digital, en la que Alemania ya mantiene una cierta ventaja sobre las demás. Y cuyo desarrollo integral le proporcionaría una mayor hegemonía continental.
Esta “nueva política” alemana destinada a salvaguardar y proteger sus mercados no se está desplegando solo en suelo europeo, es global, y explica también varias “anomalías” en la postura que Alemania está tomando ante distintos conflictos y países, como China, Rusia o Turquía, en los que Berlín ni mucho menos se está alineando con la postura ortodoxa de Occidente, generalmente capitaneada o impulsada por Washington.
Así, mientras los EEUU de Trump despliegan una ofensiva en todos los frentes contra China, y Gran Bretaña y otros países europeos se han sumado ya al boicot contra el 5G de Huawei, Alemania se mantiene apartada de la algarabía e incluso trabaja diligentemente por acabar en Duisburgo la estación terminal del tren que culminará en Europa la Ruta de la Seda china. Aunque Berlín apuesta por un cambio democrático en Bielorrusia y apoya a los manifestantes prodemocracia de Minsk, y aunque se ha llevado a un hospital de Berlín al opositor envenenado en Rusia, sin embargo no se oye una voz estridente en Alemania que exija medidas drásticas contra Moscú. Y conforme crece el conflicto en el Egeo entre Grecia y otros aliados occidentales (con Francia a la cabeza) y el régimen turco de Erdogan, en una lucha que tiene como excusa las aguas fronterizas y el posible gas y petróleo que puede haber en la zona, pero en el que no se puede ocultar el interés occidental en liquidar las ambiciones de Erdogan y derrocar su régimen, tampoco se escucha una voz fuerte de Alemania reclamando medidas contundentes contra Turquía.
Y es que los intereses económicos y comerciales de Alemania con China son gigantescos; Alemania sigue dependiendo del gas y del petróleo ruso; y en Alemania viven y trabajan cinco millones de turcos, y las relaciones económicas entre ambos países son enormes.
Es claro que todo esto no agrada nada en Washington, que ya ha “castigado” a Alemania con una retirada parcial de sus tropas en suelo alemán, con la excusa de que Berlín no paga el tributo a la OTAN exigido por Trump.
Alemania persigue la defensa consecuente de los intereses de sus monopolios, de sus bancos, de sus grandes empresas y de sus todopoderosos grupos industriales. Ello le lleva por caminos que pueden resultar peligrosos. Pero que también pueden representar oportunidades para quien sepa jugar sus bazas con audacia y aprovechar las fisuras de su estrategia