El anteproyecto de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que incluye nuevos aforamientos en favor del Príncipe heredero y de la Reina, nos recuerda una de las características del régimen del 78, que consiste en el abuso de la figura del aforado de la que disfrutan miles de políticos en ejercicio sin parangón con otros sistemas democráticos. El aforamiento, que tenía alguna justificación en los balbuceos de las democracias parlamentarias de hace más de un siglo, carece de sentido cuando las libertades civiles son ejercidas y respetadas y cuando la Justicia es un poder independiente. Por eso, la utilización de dicha figura ha ido perdiendo fuerza al compás del avance de la democracia, pero España, como en tantas otras cosas, es la excepción que confirma la regla. Aquí el que no es aforado no es nadie. Con esa práctica, han logrado convertir la democracia y la administración de justicia en verdaderas caricaturas, que son toleradas y asumidas por una sociedad que tiene conciencia de que eso es así y que siempre lo va a ser. Vamos, que no tiene arreglo, porque los que tienen el poder se sienten cómodos y protegidos, aunque esto último empieza a ser dudoso con aforamientos o sin ellos. Todo dependerá de cómo evolucionen la política y la economía españolas con problemas como el de Cataluña y la insostenibilidad de la deuda entre otros.
El instinto de conservación del Poder
Los nuevos aforamientos decididos por el Consejo de Ministros no son en sí mismos relevantes, lo relevante es que se mantiene la tónica de la protección al Poder, acompañada de un mensaje poco edificante sobre la capacidad e independencia de la Justicia. Realmente no es nada nuevo, pero importa subrayar lo que tiene de recordatorio sobre los límites de la libertad y del ejercicio de los derechos democráticos en España, cuando tantas cábalas se hacen sobre el vigor y la duración del régimen de la Transición. Desde esa perspectiva, se entienden perfectamente todas las maniobras y artilugios destinados a la protección y defensa de lo existente, sin pararse a pensar que los mayores enemigos del sistema son los abusos y la incompetencia de muchos de sus protagonistas, y eso no se arregla ni con aforamientos ni con propaganda, ni tampoco con gobiernos de concentración. A pesar de ello, me temo que se recorrerá el mismo camino que en crisis históricas anteriores con guiones conocidos y finales también conocidos, aunque esto último resulta difícil de pronosticar en una sociedad como la española actual, tan desvertebrada y tan desencantada.
En la medida en que las principales fuerzas políticas del régimen van perdiendo el favor y la confianza de los españoles, cobra fuerza el instinto de conservación de ellas y se alimenta la teoría de la concentración como instrumento para formar un frente común contra los problemas que ellos mismos han creado o que han sido incapaces de solucionar. Entre los primeros se encuentra el relativo a la ruptura territorial de España, que tiene su expresión más inquietante en Cataluña, pero no solo allí, porque las fuerzas centrífugas de la insolidaridad y del desapego al Estado común han pasado a formar parte esencial del Estado Autonómico. Este ha sido gobernado y administrado por quienes ahora dicen que hacen falta grandes pactos de Estado para taponar la riada aparecida en Cataluña, que amenaza con anegar al resto. Por eso, resulta imposible pensar que las soluciones vengan de la mano de tales estadistas, cuyas obras completas de más de tres décadas están a la vista de todos los españoles.
Sin alternativas democráticas se vislumbra la vía autoritaria
Contarán cuentos, harán apelaciones a la soberanía nacional y prometerán el oro y el moro, pero la triste verdad es que ni ellos saben cómo salir de la trampa que han fabricado por acción u omisión. El debate del martes en el Congreso de los Diputados, a propósito de Cataluña, ha sido revelador sobre cuan grave es la situación allí y el daño que la misma puede provocar al resto de España. Realmente, estamos viviendo el prólogo de una crisis que terminará desencajando todo el sistema político y económico español, con repercusiones en la propia Unión Europea, y el Gobierno y las Cortes creen haberla zanjado en una tarde. Sabemos que no es cierto, porque la maquinaria de la independencia sigue en marcha y el poder central parece atrapado por la indecisión para asumir el control de Cataluña y por la falta de planes para ordenar la situación resultante en cualquiera de los escenarios previstos: la intervención o la secesión. Las alternativas democráticas y constituyentes para restaurar el Estado no aparecen por ninguna parte.
En tales condiciones, cualquier intento de prospectiva nos conduce a escenarios muy complicados. Conocemos a los agentes principales, los partidos políticos españoles y los catalanes, así como la presencia e implantación menguante de los primeros en Cataluña. También comprobamos por dónde respiran las dos centrales sindicales, UGT y CCOO, allí. Y por último, y no menos importante, la aguda crisis que atraviesa el socialismo español. En cuanto a la situación institucional española qué podemos añadir que no se sepa. Por tanto, todas las opciones parecen abiertas y van desde el pacto sobre la independencia de Cataluña, tutelado por los acreedores de España con el concurso de Alemania, hasta la vía autoritaria para intentar conjurarla, porque, de momento, parece descartada la iniciación de un período constituyente por la inexistencia de alternativas para conducirlo. A la derecha española, con un PSOE capitidisminuido, le tocará enfrentar en solitario el problema y al conjunto de los españoles sufrir sus consecuencias.