Cuando se cumplen los primeros cinco años de la firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno colombiano del entonces presidente Juan Manuel Santos y la principal narcoguerrilla del país, las FARC, el balance es agridulce. Por un lado, las cifras de violencia en el campo han disminuido innegablemente. Por otro lado, son intolerablemente altas, y se producen casi invariablemente en una sola dirección: por parte de paramilitares ligados a poderes terratenientes y estatales, contra líderes campesinos, sindicales, defensores del medio ambiente, o antiguos integrantes de la guerrilla.
La visita del Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, a Colombia para celebrar el primer lustro de la firma de los Acuerdos de Paz de la Habana entre Bogotá y las FARC ha escenificado el estado de una herida que no acaba de cicatrizar. Si hace cinco años el expresidente Santos estrechaba cordialmente la mano del líder de las FARC, Rodrigo Londoño, alias «Timochenko», en esta ocasión el actual presidente colombiano, Iván Duque -conocido detractor de los acuerdos de paz- y el exguerrillero se mantuvieron a distancia a ambos lados de Guterres, sin intercambiar siquiera un saludo.
Son cinco años de un Acuerdo de Paz que ha traído una desescalada contradictoria. El pacto ha logrado importantes metas, pero su implementación sigue siendo muy insuficiente -por no decir decepcionante- y la violencia sigue siendo una amarga realidad en el país.
El tratado disponía que las FARC -la mayor guerrilla de América Latina, alineada con la URSS en la Guerra Fría, y con un larguísimo historial de terrorismo, secuestros, narcotráfico y masacres contra campesinos- abandonaría las armas y se reconvertiría en un partido político legal, que ha mantenido las mismas siglas como Fuerza Alternativa Revolucionaria de lo Común, con 9 escaños en el congreso colombiano.
A cambio de esto, que las FARC han cumplido escrupulosamente -con algunas escisiones en sus filas que se han echado al monte-, el gobierno colombiano de Juan Manuel Santos se comprometió entre otras cosas a una ambiciosa reforma agraria, con redistribución de tierras, con la creación de un fondo de tierras, o la conformación de un proceso de justicia transicional para atender compensaciones, entre otras medidas.
Además, el Estado colombiano debía organizar una Unidad de Registro Nacional de Víctimas para dar cuenta de los efectos del conflicto armado, incluyendo datos como abandono forzado de tierras, amenazas, desaparición forzada, asesinatos y torturas.
La violencia de baja intensidad sigue siendo muy útil para el gobierno Duque. 152 líderes sociales y defensores de derechos humanos fueron asesinados en 2021
Este registro, según la ONG Indepaz, indica una disminución relativa de la violencia después del acuerdo. El Registro mostró un descenso de un promedio anual de 380.000 casos de violencia entre 2002 y 2010, y luego bajó a un promedio de 200.000 casos entre 2011 y 2016. Con el Acuerdo de Paz de La Habana, firmado a fines de 2016, las cifras bajaron a los 100.000 registros entre 2017 y 2020.
Es una disminución del 74% de la violencia, o de la mitad si contamos 2016. Pero cien mil casos de violaciones de derechos humanos, al año, en Colombia, sigue siendo una jungla de dolor. Y se produce casi toda en una sola dirección. Según Indepaz, 152 líderes sociales y defensores de derechos humanos fueron asesinados en 2021. La organización también contó 43 excombatientes de las FARC que firmaron el acuerdo de paz y fueron asesinados o están desaparecidos.
El profesor universitario de relaciones internacionales y estudioso del Proceso de Paz, Pietro Alarcón, tiene claras las causas de esta altísima violencia remanente. El reaccionario gobierno colombiano de Iván Duque busca, de manera encubierta, no cumplir con el pacto firmado con las FARC.
A pesar de que el Acuerdo de Paz de La Habana representaba una oportunidad para acabar con la violencia del conjunto de las guerrillas del país, Duque ha cerrado la puerta al diálogo con otros grupos armados, como el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y el EPL (Ejército Popular de Liberación).
La razón, dice Alarcón, es que la violencia tiene utilidad política para el gobierno de Duque. «El régimen político está diseñado para reproducirse a sí mismo, reeditando permanentemente el conflicto de baja intensidad, lo que implica una represión política continua y extendida y un genocidio contra la izquierda, contra el movimiento popular, contra los sectores progresistas, este modelo que aún lo sigue no fue desmantelado, fue severamente acorralado «, dice el politólogo