La huelga de los trabajadores del sector público ha sido el primer pulso de la larga batalla en la que estamos. De un lado Obama, Merkel y Botín con un proyecto cuyo objetivo central es rebajar un 25% los salarios y las rentas. Del otro, el 90% de la población objeto de sus ataques y recortes. La rebaja de un 5% en los sueldos de los funcionarios y la congelación de las pensiones, primeras medidas en que se ha concentrado el ataque, cumplían -más allá del recorte en el gasto público- una doble función política.
En rimer lugar, empezar de una forma consciente la laminación, la fragmentación y la división del pueblo trabajador. Primero seccionar a los pensionistas de los trabajadores activos. Después a los funcionarios del resto de trabajadores. Pero en segundo lugar, y esto es lo más importante, se trataba de realizar un test, una primera prueba para valorar qué correlación de fuerzas real existe, cual era el grado de respuesta a estos primeros ataques. Para, desde ahí, poder abordar una segunda fase mucho más cualitativa, la reforma laboral, calibrando, según la respuesta en los centros de trabajo y en la calle, hasta dónde pueden llegar en ella. La movilización del 8-J, en una primera valoración, presenta un doble aspecto contradictorio. Tanto de un lado como de otro, tanto del lado de la oligarquía y el imperialismo como del lado de las filas del pueblo, el 8-J ha hecho emerger luces y sombras, puntos débiles y puntos fuertes. No es necesario ser un esquirol a sueldo del gobierno o de la patronal para certificar que la huelga se ha saldado con un relativo fracaso de participación. Independientemente de la disparidad de cifras ofrecida por gobierno y sindicatos, para quienes llevamos años participando activamente en la lucha política y en el movimiento obrero, bastaba con “pulsar” el ambiente en los centros de trabajo los días previos a la convocatoria para anticipar que este iba a ser el resultado. ¿Por qué? Una convocatoria difusa y débil, no porque no haya habido tiempo para prepararla como argumentan los sindicatos, sino porque ni de lejos se ha puesto toda la carne en el asador, ni se ha creado un clima de opinión favorable hacia ella, ni se han contrarrestado los climas de resignación (“no se puede hacer nada porque todos estamos en crisis”) y culpabilidad (“nos lo merecemos por haber vivido por encima de nuestras posibilidades”) difundidos entre amplios sectores populares por los grandes medios de comunicación de masas. Relativo fracaso reforzado, además, por episodios tan chuscos como convocar la mayor parte de las manifestaciones a las 11 o las 12 de la mañana, cuando ningún otro sector del pueblo trabajador puede acudir a ellas. O hechos tan insólitos como que los sindicatos de importantes empresas públicas anunciaran la víspera que se desenganchaban de la convocatoria de huelga. O la actitud de miembros de comités de empresa y delegados sindicales, desalentando en lugar de convocar la huelga. ¿Se buscaba que la huelga fuera un éxito y obligara a retroceder al gobierno o se ha utilizado por las cúpulas de los sindicatos mayoritarios como una simple amenaza para obligar al gobierno a negociar una reforma laboral más “suave”? ¿Cuántas asambleas masivas se han realizado en los centros de trabajo? ¿Qué trabajo de movilización, de encuadramiento, de organización y tensión interna han hecho los sindicatos en las semanas previas? Vistos los resultados, ninguno o muy poco. Una valoración más a fondo del significado del 8-J exige señalar, antes que nada, que el fracaso de la huelga hay que achacarla única y exclusivamente a la labor desplegada por las cúpulas sindicales y no, como han dicho casi con unanimidad los medios de comunicación, porque la gente haya actuado con responsabilidad y entendido que “el país no está para huelgas”. Bajo la bandera de que sólo ellos pueden convocarla y que son los únicos capaces de dirigirla, cada paso que han dado ha condenado objetivamente al fracaso a la huelga. El suyo ha sido un trabajo sistemático para que la huelga se convirtiera, no en un éxito de movilización popular capaz de arrinconar, debilitar y aislar más al gobierno, haciéndole retroceder en las medidas ya adoptadas contra funcionarios, pensionistas, dependientes o madres de familia, sino en un simple “toque de atención”, una herramienta de presión que ellos pudieran utilizar para encauzar su negociación con Zapatero. Esto es lo que ha sido percibido, de forma consciente o intuitiva, por amplios sectores de trabajadores del sector público, que han rechazado convertirse en moneda de cambio de las cúpulas sindicales, y además tener que pagarlo con un día de su salario. La manifestación más radical de esto ha sido la ruptura de relaciones del sindicato mayoritario entre los funcionarios, el CSIF, con CCOO y UGT a las pocas horas de concluida la jornada de huelga. Sin embargo, que la huelga haya sido un relativo fracaso no debe desorientar a nadie acerca de cuál es la situación real. Como decía al día siguiente de la huelga el director de La Vanguardia, “el Gobierno se equivocará si hace una lectura mínimamente complaciente de lo acaecido en el día de ayer. El enfado existe; es real. No es un invento ni de los medios de comunicación ni de una oposición que airadamente trata de tumbar al Ejecutivo”. Existe un rumor de fondo entre amplios sectores de la población cuya expresión no es políticamente visible aún, pero que revela un estado de indignación e irritación latente entre ellos. La ofensiva por la rebaja del 25% de los salarios no se agota ni con el recorte del 5% a los funcionarios ni con la congelación de las pensiones, ni siquiera con la reforma laboral. Se está aplicando ya de forma exhaustiva contra el 90% de la población con medidas como el aumento del recibo de la luz, la subida inminente del IVA, la carrera emprendida por los gobiernos autonómicos subiendo todo tipo de impuestos y tasas, desde la que afectan directamente a las clases populares hasta las dirigidas específicamente contra las clases intermedias. Basta hablar con cualquiera para percibir el rumor de fondo de la creciente indignación a medida que la gente va conociendo y comprendiendo el alcance del ataque a sus condiciones de vida. Por otro lado, la asistencia a las manifestaciones y la radicalidad con que la mayoría de ellas se han expresado muestran el grado de combatividad que los ataques están provocando entre los sectores más conscientes y activos del movimiento obrero. En Barcelona, hay unanimidad en valorar que desde la guerra de Irak no se había producido una manifestación tan masiva en la ciudad. Resaltando además cómo la inmensa mayoría de los asistentes no iban encuadrados tras ninguna fuerza sindical o política. En Valencia, la radicalidad y combatividad de los numerosos manifestantes queda reflejada por el hecho de que el diario El País –que ha hecho suyo el lema de que aquello de lo que no informan no existe– se veía obligado a reconocer que las consignas de exigencia de la nacionalización de la banca o la devolución del rescate bancario para combatir el paro llevadas por nuestro partido se convirtieron en lemas centrales de la manifestación. Aunque será necesario en los próximos días sacar todas las consecuencias que se desprenden del 8-J y cuál ha sido el resultado real, en términos de correlación de fuerzas, de este primer pulso, una cosa si está clara. La respuesta popular ha irrumpido en la escena política. Y qué línea, qué orientación y qué objetivos la dirijan ha pasado a ser la clave para que podamos dar la batalla con éxito.