El domingo 1 de enero Luiz Inácio Lula da Silva será investido como el trigésimo noveno presidente de Brasil. El histórico líder izquierdista -obrero metalúrgico, forjado en el movimiento sindical y en la lucha contra la dictadura- vuelve al Palacio de Planalto, después de haber ostentado la banda presidencial de 2003 a 2010, una «década prodigiosa» en la que Brasil no sólo experimentó un auténtico milagro económico, pasando de ser el «enfermo crónico» de América Latina a ingresar en el club de los BRICS, las grandes economías emergentes del planeta, sino que lo hizo superando enormes retos sociales, sacando a 30 millones de brasileños de la pobreza.
Un hito gigantesco -reconocido no sólo por la ONU, sino por organismos tan poco sospechosos de simpatías hacia Lula como el FMI o el Banco Mundial- fruto de audaces y ambiciosas políticas redistributivas de la riqueza, que hizo que, al acabar su mandato, la gestión de Lula gozase de un nivel de aceptación por encima del 82%.
Al mismo tiempo que emprendía una profunda y prolífica transformación de Brasil en beneficio de las clases populares y empobrecidas, el gobierno de Lula da Silva recuperó grandes cuotas de soberanía nacional para el país, zafando a Brasil de las imposiciones de Washington y del FMI, trabando poderosas alianzas económicas, comerciales y políticas con los BRICS, fomentando las relaciones Sur-Sur, y sobre todo, liderando junto a otros gobiernos progresistas del continente -la Argentina de los Kirchner, la Venezuela de Chávez, la Bolivia de Morales o el Ecuador de Correa- la forja de un sólido proceso de integración regional, de un auténtico frente antihegemonista iberoamericano.
Pero tras su marcha del gobierno, dejando el testigo a la presidenta Dilma Rousseff, los sectores más reaccionarios y vendepatrias de la oligarquía financiera y terrateniente brasileña, estrechamente ligados a los centros de poder del hegemonismo norteamericano, decidieron poner en tensión todo su poder para derribar al Partido de los Trabajadores y reconducir a Brasil al redil de la superpotencia estadounidense. Una trama golpista con medios «blandos» -el acoso de los medios, el más despiadado «lawfare» y la desestabilización política- culminó en el fraudulento impeachment contra Dilma Rousseff y una sentencia del caso Lava Jato -que luego se evidenció como un escandaloso caso de prevaricación- que mandó a Lula a la cárcel durante 580 días.
Llegaron entonces a Planalto dos presidentes tan vendepatrias y pronorteamericanos como reaccionarios y antipopulares: Michel Temer y sobre todo, el ultraderechista Jair Bolsonaro. Siete años en los que las condiciones de vida y de trabajo de los brasileños fueron duramente atacadas, volviendo el hambre y la pobreza a campar a sus anchas. Al tiempo que las fuentes de riqueza eran impúdicamente puestas en manos de terratenientes, grandes financieros, y especialmente en manos del capital extranjero.
Por eso, la primera y más importante tarea de Lula es volver a levantar el país y sacar a los empobrecidos de la miseria.
«Quiero decirles a todos ustedes que la única razón que tengo para volver a ejercer el cargo de presidente es intentar reestablecer la dignidad de nuestro pueblo. Y la prioridad cero, otra vez, es la misma que dije en diciembre de 2002. No tengo que cambiar una sola palabra. Quiero jurar ante ustedes: si cuando termine este mandato, cada brasileño bebe café, está almorzando y está cenando una vez al día, otra vez… habré cumplido de nuevo la misión de mi vida». Así se juramentaba, emocionado y con la voz entrecortada, el líder izquierdista ante sus seguidores.
Para poder cumplir de nuevo esta misión, Lula y la izquierda brasileña se enfrentan a una situación mucho más compleja que en 2003.
Hoy Brasil está enormemente dividido y polarizado, con una ultraderecha fascista que ha envenenado de odio y sectarismo a buena parte de la sociedad brasileña, y que cuenta con gran número de fanáticos y grupos organizados dispuestos a hacer mucho, mucho daño.
La noticia de la afortunada detención a tiempo de un empresario bolsonarista, que preparaba un gigantesco atentado -con un camión lleno de explosivos en el aeropuerto de Brasilia, que iba a explosionar en medio de las celebraciones por la investidura de Lula, donde está prevista la afluencia de hasta 300.000 personas- da una idea de la magnitud de las amenazas contra la democracia misma a las que deberá hacer frente el nuevo gobierno.
Pero si hay alguien capaz de volver a coser las costuras de un desgarrado Brasil, ese es un Lula da Silva que ha demostrado una sobresaliente habilidad para pactar y unir incluso a viejos oponentes políticos, como el que ahora será su vicepresidente, el centroderechista Gerardo Alckmin. “Nuestra obligación es intentar convencerlos de nuestras propuestas. Brasil no tiene más tiempo para insultos y odio”, ha dicho de los que se le oponen el líder del PT.
Las amenazas y los retos son grandes, pero también lo son los recursos y la fuerza que le han llevado de nuevo a Lula a la presidencia. Porque si el líder petista ha renacido desde la sima de la cárcel de Curitiba hasta la cumbre del Palacio de Planalto ha sido por la lucha heroica, persistente e indoblegable de millones y millones de brasileños.
Durante siete años, las clases populares, la izquierda y los movimientos sociales de Brasil no han dejado de luchar, de llenar las calles. La izquierda, los sindicatos, el movimiento obrero urbano o de los jornaleros sin tierra, los indígenas y quilombolas, el movimiento de afrodescendientes, de feministas o de LGTBI, así como los intelectuales… han forjado un enorme caudal de organización, de conciencia y de unidad.
Todo ese enorme despliegue de fuerza, de conciencia y organización, debe ser de nuevo desplegado al servicio de la reconquista de un nuevo amanecer para Brasil, de la apertura de un nuevo camino de prosperidad, progreso, libertad, soberanía e independencia de esta gran nación.
En la confianza de que la inmensa energía del pueblo carioca logrará esta nueva victoria, saludamos este nuevo comienzo para Brasil.