Las urnas del 28 de Abril no se equivocaron. Emitieron un claro veredicto, un inequívoco mandato. Un formidable torrente de votos -con una participación récord del 75%- dejó claro que la mayoría de la ciudadanía exigía un giro a la izquierda, un gobierno progresista que trabajara por hacer realidad sus intereses y anhelos.
Ante la amenaza de que llegaran al gobierno o ganaran un peso político decisivo las fuerzas que apostaban por nuevos saltos en el saqueo y en el recorte de derechos y libertades, las urnas gritaron que lo que quiere la mayoría es una España de progreso, de avance de las conquistas del pueblo y de los trabajadores. Una España diversa, inclusiva, de derechos y libertades. Una España acogedora, socialmente justa, feminista, ecológica y que ponga la inmensa riqueza que este país es capaz de producir al servicio del desarrollo y el bienestar de la mayoría de sus ciudadanos y no en manos de un puñado de bancos, monopolios y multinacionales.
Eso es lo que exigen los 7,5 millones de votantes socialistas, los 3 millones de votantes de Unidas Podemos. Pero también millones de españoles que han votado a fuerzas de izquierdas no parlamentarias, y que podemos cifrar en más de un millón. Incluso una buena parte -por no decir la mayoría- de los votantes de la izquierda nacionalista en Cataluña, Euskadi o Galicia. Un total de no menos de 14 millones de votos.
Todos ellos han sido defraudados. 14 millones de personas han asistido al vergonzoso espectáculo de una fallida sesión de investidura donde lo importante parecía ser quién escenificaba mejor el desencuentro, quién exponía más agudamente sus desavenencias, quién de los dos oponentes -PSOE y Unidas Podemos, ayer «socios preferentes»- lograba cargar sobre el otro el peso de la culpa, quién echaba a quién a los pies de los caballos de la opinión pública.
Si las calles pudiesen gritar, bramarían un gigantesco «¿Y de lo nuestro, QUÉ?», o un «¿no os da vergüenza?», “¿cómo os atrevéis?”
Porque lo que está en juego no es una discusión entre doctores sobre quién cometió la negligencia de dejarse dentro el bisturí. Lo que está en juego es la salud y la vida del paciente.
Lo que está en juego es si va haber -porque las urnas lo permiten y sobre todo porque lo exigen- un gobierno progresista. Un gobierno que suba salarios, que recupere derechos laborales y blinde las pensiones en la Constitución, que acabe con la precariedad, que revierta los recortes en la sanidad y en la educación públicas. Que apueste por políticas de redistribución de la riqueza. Que defienda políticas de igualdad, que luche contra la lacra de la violencia machista, de defensa del medio ambiente, que amplie derechos y libertades… Que derogue la reforma laboral o la ley mordaza.
O si por el contrario -por los vetos, los bloqueos, los rencores personales, la desconfianza, las ansias de sillones o las presiones del Ibex35… o todo ello a la vez- estamos abocados a unas nuevas elecciones que podrían ser una “ruleta rusa” para la mayoría progresista. La abstención de una considerable parte del electorado progresista que sí se movilizó el 28-A podría incluso abrir la puerta, hoy felizmente cerrada, a un “gobierno de los recortes”.
La mayoría social progresista exige enérgicamente que ambas formaciones, PSOE y Unidas Podemos, se vuelvan a sentar. Que vuelvan a negociar, ahora sí, con calma, con habilidad, generosidad y altura de miras. Con la mirada puesta en la gente, en sus intereses, en sus anhelos y necesidades. Cediendo unos y otros, buscando ante todo los puntos de unidad en la política, en los programas. Si en eso hay unidad… ¿importan tanto las carteras?
No son sus sillones lo que está en juego, sino el destino del país y de la gente, de las políticas de las que depende el bienestar o el malestar de las clases populares. No pueden volver a defraudarnos. No lo podemos permitir.