La batalla política que se jugaba el 1-O, cuyo centro era imponer a la sociedad catalana una independencia unilateral a través de la estafa antidemocrática del referéndum, se saldó con el fracaso de Puigdemont
Querían ganar en la propaganda lo que habían perdido en las urnas y en los hechos. Tergiversando la realidad para concentrar nuestra atención en “el triunfo de la Cataluña que quiere votar” frente “a la represión del Estado español” para ocultar su comportamiento antidemocrático y el rechazo que manifiesto la mayoría de la sociedad catalana a sus proyectos de ruptura.
Los acontecimientos volvieron a evidenciar las maniobras antidemocráticas a las que necesariamente deben recurrir.
Nada ni nadie pudo ocultar los hechos: el insólito cambio de las reglas de juego media hora antes de la votación -con un “colegio universal” que permitía votar donde se quisiera y en las condiciones que fueran-, la falta de control sobre el censo, con un soporte informático que no pudo funcionar durante mucho tiempo, la evidencia de que era posible votar dos, cuatro u ocho veces, el control de las mesas por parte de los “voluntarios” de las organizaciones independentistas, la ausencia de una sindicatura electoral independendiente que controlara el recuento y avalara los resultados…
Todos coinciden en que el referéndum atentó contra las más mínimas garantías democráticas, y nadie otorga credibilidad alguna a unos resultados “cocinados” y controlados por el govern de Puigdemont o la ANC.
Algunos hechos, difundidos como “resultados oficiales y corroborados”, convierten el pucherazo en un esperpento: Jordi Turull, conseller de presidencia de Puigdemont, llegó a anunciar que se habían escrutado el 100,88% de los votos, y en algunos pueblos se presentaban una cantidad de votos a favor de la independencia que duplican el censo real…
Denunciar ese carácter antidemocrático, cuestionar y esclarecer la verdad de los resultados, y de las prácticas antidemocráticas, globalmente y en cada localidad, en cada barrio, en cada mesa, sigue siendo hoy una cuestión clave.
Los manifestantes y votantes consiguieron superar una actuación policial que en algunos casos fue desmesurada y absolutamente condenable. Como reconoce la propia Generalitat, en la mayoría de colegios su pudo votar con normalidad, y los que fueron cerrados representan menos del 10% del total.
Aún sin concederles una validez que no merecen, en los mismos resultados que el govern de Puigdemont ofreció para dar la imagen de que “el referéndum se ha realizado y ha habido recuento”, están los límites del apoyo social al independentismo.
En junio Artur Mas declaró que “si no superamos los votos del 9-N el referéndum no tendrá legitimidad”. Incluso en los amañados resultados difundidos por Puigdemont el independentismo, como ya sucedió el 27-S, no ha conseguido los objetivos que se proponía.
De los 2.305.290 millones de votos presentados el 9-N ahora se ha pasado a los 2.262.424. Es decir más de 45.000 votos menos.
El 90% de votos al Sí, y los apenas 176.000 votos al No evidencian que sólo se han movilizado, aunque en un grado considerable, los sectores independentistas.
El porcentaje de participación solo alcanza el 42% del censo, frente al 58% que se ha negado a avalar con su voto el 1-O. Los votos por la independencia solo representan el 38% del censo, es decir uno de cada tres.
A pesar de la lógica indignación y rechazo entre una mayoría de catalanes contra la violencia policial, no se ha producido la “movilización transversal” donde acudirían masivamente a votar, también los no independentistas.
Aún en unas condiciones excepcionales, donde la propaganda independentista es abrumadora, muchos sectores de la sociedad catalana se han negado a encuadrarse bajo los proyectos de ruptura, y no han participado en un referéndum donde su voto sería utilizado como aval para imponer la fragmentación.
Estos son los hechos. La sociedad catalana sí decidió y lo ha hizo mayoritariamente posicionándose conscientemente contra los proyectos de Puigdemont.