El proyecto germano para España

La balcanización de España

Dentro de los abundantes debates que ha suscitado la situación de Euskadi, existen todavía interrogantes que continúan sin una resolución convincente. ¿Cómo es posible el surgimiento de un nazifascismo tan virulento en pleno corazón de la Europa civilizada? ¿Cuáles son las razones de la radicalización tan acelerada de una parte de la burguesía vasca, y de sus desafíos tan arrogantes hacia una realidad política en la que han estado integrados durante décadas?¿Es explicable la realidad vasca únicamente en términos de demonios familiares y locales?

Kosovizar Euskadi

Los encadenados incendios étnicos que han sacudido Europa durante estos años tienen un mismo centro difusor. Nadie puede dudar que el desastre Bálcanico fue provocado por el rápido reconocimiento germano a la independencia de Croacia y Eslovenia, en el afán de que se convirtieran, como lo son hoy, en poco menos que un protectorado alemán.

El proyecto germano de una Europa fracturada en pequeñas unidades étnicamente homogéneas y sometidas a la nación étnica por excelencia, Alemania, está en la base.

Euskadi se ha convertido, tras la explosión de los Balcanes, en la siguiente y más virulenta aplicación del proyecto germano para Europa. Las características eran adecuadas: fuertes tendencias centrífugas y una articulación nacional compleja y nunca resuelta definitivamente, burguesías periféricas enfrentadas al poder central e históricamente proclives a embarcarse en aventuras con la potencia imperial de turno. Sobre estas contradicciones internas ha incidido el bisturí de Berlín.

Es la vinculación de una parte de la burguesía vasca, la representada políticamente por los Arzallus y Eguibar, con la ofensiva de la burguesía monopolista alemana la causa última del nazifascismo vasco. El ariete principal de un proyecto que pretende kosovizar Euskadi para balcanizar España, y que se ha convertido en el pasaporte hacia una independencia hipotecada desde su gestación.

No es la primera vez. La historia de España en los últimos doscientos años está repleta de episodios donde las grandes potencias han utilizado el enfrentamiento y la división interna para debilitar el Estado, aumentar su infiltración sobre sectores claves de la sociedad española, y conseguir así un mayor dominio sobre el país. Es una constante desde los tiempos en que Francia prestaba apoyo a las partidas carlistas porque “cuando más suba el carlismo, más bajarán las minas de Almadén”.

Destruir las redes

Las nuevas condiciones creadas tras la caída del muro de Berlín eliminaron los corsés que impedían el desarrollo del potencial germano. La unificación de las dos Alemanias provocó la aparición de Berlín como la potencia hegemónica continental indiscutible, embarcada, por tercera vez en los últimos cien años, en un proyecto de dominación sobre Europa que constituyera un polo de poder capaz de disputarle, a largo plazo, la hegemonía mundial a EEUU.

La primera etapa, dirigida por una política de consenso y alianza con el resto de burguesías europeas y utilizando como principal instrumento el eje formado con Francia, culminó sin mayores dificultades con una unión monetaria que sometía todas las economías europeas a los intereses de la burguesía germana y los monopolios europeos más poderosos.

Pero este camino, necesariamente largo, no conseguía avanzar en el terreno fundamental. Para constituir un polo con voluntad hegemonista es necesario, más allá del potencial económico, una centralización política y militar, el sometimiento de todos los resortes de poder bajo un mando único. Crear, en definitiva, un sistema de dependencias políticas con centro en Berlín.

Acelerar este camino es lo que exige el sector más agresivo de la burguesía germana, que apuesta por aumentar la velocidad, por situar a Berlín como el único bastón ante el que deben bajar la cabeza todos los demás, a cualquier precio, independientemente de las consecuencias desestabilizadoras que se deriven de ello para el continente.

Es en esta apuesta donde se encuentran con dos escollos fundamentales.

En la nueva etapa ya no sirve la alianza de burguesías monopolistas, forma que había adoptado hasta ahora la unidad europea. El conjunto de burguesías europeas no aceptan de buen grado pasar de aceptar una supremacía germana negociada que ofrece a cambio suculentos frutos para sus monopolios, a quedar bajo un sometimiento absoluto que supone en muchos casos la desmembración de sus propios Estados y mercados internos. En estos nuevos términos, ya no es posible la negociación, hay que debilitar a los rivales para dominarlos. La resistencia de las que son algunas de las burguesías más poderosas, ha sido el motor de muchas convulsiones.

Y otro segundo muro es el que levanta la actual estructura europea, construida tras la Segunda Guerra Mundial bajo tutelaje norteamericano, y que hilvana una tupida red de alianzas y dependencias con Washington de cada una de las clases dominantes continentales. Avanzar en su proyecto le supone a Berlín la necesidad de desmontarlo.

Mientras la unidad europea ha transcurrido en términos económicos, EEUU no ha intervenido sustancialmente. Cuando ha traspasado el umbral de empezar a cuestionar su poder sobre el continente en términos reales, políticos y militares, la respuesta ha estado a la altura del envite. La guerra de Yugoslavia, la defenestración política de Kohl o el nuevo eje Blair-Aznar-Berlusconi apadrinado como alternativa de gobierno para la UE, son algunas de ellas.

El paso irremisible de desgajar por partida doble los fundamentos de la realidad política europea conduce a que la nueva etapa del proyecto germano revista un cariz particularmente agresivo, adoptando formas de conflicto étnico y enfrentamiento social, desestabilizando, como se manifiesta en Euskadi, hasta los mismos fundamentos de la convivencia ciudadana.

España: punto álgido de conflicto

España se ha convertido, otra vez, en punto privilegiado de disputa entre dos proyectos hegemonistas.

La nueva Alemania reunificada encontró en la España surgida de la transición un terreno abonado para el avance de su alternativa.

Merced a las condiciones pactadas en la integración al Mercado Común, acrecentadas por la sumisión posterior, las principales fuentes de riqueza nacionales pasaron a los grandes monopolios europeos, y el grueso de la soberanía económica española pasó a decidirse en los restringidos círculos de Bruselas.

Pero la influencia germana alcanzó terrenos más amplios que el meramente económico. Su participación privilegiada en el desarrollo de la transición le ha permitido extender redes hacia los principales agentes políticos. Es de dominio público el papel de la socialdemocracia germana apadrinando y formando a los nuevos cuadros que destronaron en Suresnes a los sectores históricos y que luego se harían con la marca del socialismo español. El caso Flick ejemplifica el papel de las fundaciones alemanas en la financiación del PSOE. Muchas de las posteriores decisiones de González, que escoraron a España hacia la órbita de Berlín sólo son comprensibles desde estos datos.

El mundo sindical tampoco se vio libre. UGT fue financiada, y sus cuadros formados, por los poderosos sindicatos germanos.

La política de los gobiernos de González favoreció la creación de plataformas mediáticas (el ejemplo más claro es el grupo PRISA, participado por capital francés) que se han convertido en altavoces de las tesis y alternativas más progermánicas.

El desmantelamiento de la memoria histórica ha permitido que los climas de opinión que consideran la disolución de España en Europa como lo progresista, y el mantenimiento de la unidad nacional como una bandera reaccionaria han calado en sectores influyentes de la sociedad.

Paulatinamente, la influencia germana sobre las élites sociales, su capacidad para influir en el devenir político de España, ha aumentado sin cesar.

Y esta penetración se ha plasmado en una fractura en el mismo seno de la oligarquía. Un sector, nucleado en torno al BBV, el banco más favorecido durante la etapa de González, ha apostado por aprovechar las oportunidades de crecimiento que ofrece el mercado europeo, aún a costa de aceptar que sus pies no estuvieran necesariamente anclados sobre España y no levantar la voz contra los tensionamientos que sobre ella se practicaban. Mientras, otro sector, organizado en torno al Santander y representado políticamente por Aznar, no estaba dispuesto a aceptar compartir en términos tan desiguales la dirección de su propio Estado, y menos sufrir la amenaza de perder un trozo tan cualitativo como Euskadi.

Y, como no podía ser de otra manera, Washington ha reaccionado ante la posibilidad de perder un peón celosamente guardado desde 1953. Las maniobras subterráneas que acabaron con la defenestración política de González, el esfuerzo por fortalecer la voluntad de Aznar de enfrentarse a Berlín, y más recientemente el destierro de las familias históricas de Negurí, base principal del camino más progermánico en el seno de la oligarquía, son algunas de las contundentes respuestas.

Ha sido esta doble resistencia, tanto del hegemonismo norteamericano como de la oligarquía española, la que, enfrentándose al proyecto fraccionador que acuña Berlín, se ha encontrado, y sigue todavía presente, en la base de las principales convulsiones políticas de la reciente historia política española.

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