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Los motivos profundos de las sorpresas electorales

0-6-2017

En los últimos doce meses las urnas de algunos de los países políticamente más influyentes del mundo han deparado resultados totalmente imprevistos o cuando menos descartados previamente por quienes hasta entonces siempre habían acertado en sus pronósticos. La victoria de Donald Trump, el triunfo del Brexit, el fracaso de Matteo Renzi en el referéndum sobre la reforma constitucional italiana, el cataclismo que han supuesto las elecciones presidenciales francesas y también las últimas legislativas británicas son los hitos más destacados de ese fenómeno que para algunos analistas ha instalado a la política democrática en una era de «incertidumbre radical».

Hasta el mismo 23 de junio del año pasado, día del referendo, la posibilidad de que una mayoría de ciudadanos británicos apoyara la salida de su país de la Unión Europea había sido desechada por todas las instancias medianamente atendibles. Y el Brexit ganó con el 51,89% de los votos frente al 48,11% de los partidarios de la permanencia. Hasta dos semanas antes del 9 de noviembre del año pasado, la fecha de las elecciones, los sondeos y los más sofisticados sistemas de investigación sociológica daban por hecho que, aunque fuera por los pelos, Hillary Clinton batiría a Donald Trump. Se equivocaron de parte a parte.

Menos de un mes después, el 4 de diciembre, la propuesta de reforma de la Constitución que el primer ministro italiano Matteo Renzi había decidido someter a referéndum fue clamorosamente rechazada por los italianos: un 59,1% votaron «no» frente al 40,8% que decidió apoyarla. Menos de un mes antes, los sondeos aseguraban que el «sí» tenía una ventaja de más de 20 puntos y también que Matteo Renzi, el líder el centro-izquierda, del Partido Democrático, era el político más popular de Italia.

Lo ocurrido en las elecciones presidenciales francesas es aún más dramático. En menos de seis meses, desde su plena entrada en escena, un líder prácticamente desconocido y hasta entonces sin partido no sólo ha conseguido hacerse con la presidencia de la República, sino que ha reducido a cenizas al histórico Partido Socialista, ha dejado fuera de juego al partido de la derecha y ha batido irremisiblemente a la ultraderecha xenófoba sumiéndola en una crisis de la que difícilmente saldrá en años.

Y como remate, hasta el momento, de esa saga de sorpresas electorales que empieza a convertirse en norma, las elecciones generales británicas del pasado 8 de junio. Cuando las convocó, un mes antes, los sondeos auguraban una victoria aplastante a la líder del Partido Conservador Theresa May y una derrota de dimensiones históricas a su rival, el laborista Jeremy Corbyn. Al final los conservadores obtuvieron 13.667.000 y los laboristas 12.874.000, los torys perdieron la mayoría absoluta que tenían de partida y no sólo el futuro político de su líder está más que en entredicho, sino que también el porvenir del Brexit empieza ser puesto en cuestión.

Los analistas empiezan a tratar de encontrar algún punto en común a tanto resultado sorprendente. Y más allá de las investigaciones sobre los motivos concretos de uno u otro –que seguramente nunca concluirán en argumentos inapelables–, empiezan a atisbar lo que parece bastante obvio. Es decir, que la formidable crisis financiera y económica de 2008, y las respuestas que los principales gobiernos del mundo han dado a la misma, no sólo ha dado al traste con muchas de las que hasta entonces se consideraban «certidumbres» indiscutibles de la política económica, sino que empieza también a poner en jaque algunos de los fundamentos del sistema político que ha dominado en las últimas décadas. También por eso los sondeos han empezado a ser irrelevantes.

Ya solo unos fanáticos siguen defendiendo abiertamente la validez del «paradigma neoliberal» que imperó en Occidente desde los primeros años ochenta del siglo pasado. Pero aún no se ha llegado de las consecuencias que implica ese fracaso. El paro, los bajos salarios, el recorte de los gastos del Estado, la falta de perspectivas personales para una mayoría de jóvenes, la angustia económica de amplios sectores de la clase media, son citados cada vez con más frecuencia hasta en los análisis de los bancos y del FMI. Pero de manera aislada. Como si no fueran fenómenos interrelacionados y que se alimentan mutuamente.

Y a ojo de buen cubero, a la espera de investigaciones solventes al respecto, no puede dejarse de pensar que las realidades que sufren los millones de personas afectadas por esas consecuencias de la crisis tienen mucho que ver con la «incertidumbre radical» (el término es de Wolfgang Munchau, columnista del Financial Times) que viven los principales sistemas políticos de Occidente.

El comportamiento errático de decenas de millones de electores, que de un día para otro cambian de una opción política a su contraria, el fracaso de los referendos convocados por los partidos de gobierno, el hundimiento, cada vez más ostensible, de la fidelidad del voto a los partidos, que había sido uno de los pilares del sistema, pueden perfectamente expresar sentimientos muy parecidos entre sí por parte de sectores cada vez más amplios y, sobre todo, cada vez más decisivos, de los electorados.

El rechazo a unos sistemas de poder de los que solo reciben golpes y la búsqueda de formas de hacerles el mayor daño posible que esté en sus manos podrían explicar los comportamientos últimos de los sectores que han provocado las sorpresas electorales que antes se citaban. Hoy por hoy no aparece un claro vencedor de esas derivas. Sólo hay derrotados, si se exceptúa a Trump y al francés Emmanuel Macron, y ya veremos cómo terminan ambos.

Lo que está claro es que el antiguo establishment político está siendo duramente golpeado y que una buena parte del mismo no va a recuperarse nunca más. Y también que nada indica que el proceso no vaya a continuar. En muchos sitios. Aunque despacio, a su ritmo, la crisis se está cobrando su venganza.

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