El gran negocio de los trastornos mentales

Dentro de 100 años todos locos y medicados

El primer cambio se produce en el DSM, la «Biblia» de las enfermedades mentales, al desaparecer a mediados de los años ochenta del pasado siglo la diferenciación entre neurosis y psicosis. Ambos conceptos fueron definidos a finales del s. XIX por la psiquiatría tradicional junto con el psicoanálisis y constituyen, con la perversión, las tres estructuras de la mente.

Tres modelos de actuación , de comprensión de la realidad y de relación con el inconsciente perfectamente estudiados y clasificados tras décadas de trabajo en los terrenos de la psiquiatría, la neurología y el psicoanálisis. La neurosis es la estructura más común y la que permite un mejor ajuste del sujeto a la realidad objetiva. En términos de psicoanálisis en el sujeto neurótico el conflicto se produce entre el Yo (consciente) y el Ello (inconsciente), manteniéndose una relación aceptablemente buena con la realidad; salvo en los casos en que el neurótico “enferma” (depresión , síntomas histéricos, trastornos obsesivos) no hay en la neurosis ideas delirantes ni desajustes graves con la realidad que le rodea. «El negocio de las farmacéuticas se convierte en un fin en sí mismo»

La psicosis presenta mayores dificultades de ajuste en lo social y en lo emocional y en los casos más graves impide al sujeto trabajar y ser independiente. En el sujeto psicótico se produce una confusión entre lo percibido a nivel consciente e inconsciente; no actúa la represión y el inconsciente está “a cielo abierto“ , sin ninguna censura. En el autismo, por ejemplo, el niño percibe de la misma manera y con la misma intensidad los estímulos externos que los derivados de su propio cuerpo. Esto le dificulta terriblemente el control sobre sí mismo ya que se encuentra a merced de fuerzas que no identifica ni puede, por tanto, controlar.

La tercera estructura, la perversa, es la menos conocida y estudiada, por cuanto el sujeto perverso no acude a la psiquiatría ni al psicoanálisis en busca de ayuda o solución a sus problemas. La característica principal de este tipo de estructura es que el sujeto, carente de superyó o conciencia moral, disfruta causando sufrimiento a los demás. Hasta la irrupción generalizada ( a mediados del siglo XX) de los medicamentos para el tratamiento de las enfermedades mentales, la diferenciación en estas tres estructuras era indiscutible desde cualquier rama de la psiquiatría , la neurología y el psicoanálisis. El avance farmacológico que atenúa los síntomas más graves de la esquizofrenia o la psicosis maníaco- depresiva, va unido a un desarrollo muy importante de la industria farmacéutica. El negocio de las farmacéuticas se convierte, como no podía ser de otra manera en la sociedad capitalista, en un fin en sí mismo. En EEUU el lobby de los laboratorios y las farmacéuticas invade el sistema sanitario y, ya en los años cincuenta, los antidepresivos se recetan de forma masiva para paliar la insatisfacción de la clase media norteamericana, que no sufre carencias económicas ni materiales, pero sufre, en cambio, del “mal de vivir”.

Con estos antecedentes el DSM, cuyas relaciones con la industria farmacéutica son estructurales, comienza a cambiar los términos e introduce los conceptos de “trastorno“ (disorder) y “síndrome”. Así, la psicosis maníaco-depresiva se transforma en el “trastorno bipolar”, término que no solamente suaviza la gravedad de la afección sino que engancha a pacientes no psicóticos a la rueda de la medicación crónica, por tanto, al gasto farmacéutico continuo y para toda la vida. El trastorno bipolar está clasificado en el DSM como un trastorno del estado de ánimo, por la oscilación que sufre el sujeto entre los episodios maníacos (euforia excesiva, sensación de omnipotencia) y los episodios depresivos que se suceden alternándose, en el sujeto psicótico. Sin embargo, poco o nada tienen que ver con la depresión neurótica o ciertos estados de excitación provocados por crisis histéricas o adicción a alcohol y drogas en individuos no psicóticos. El DSM, fiel a su política de tratar únicamente los síntomas, iguala el tratamiento en todos aquellos pacientes con el estado de ánimo “alterado”, llegando al diagnóstico del trastorno bipolar (psicosis maníaco–depresiva) a través de la valoración de los signos externos.

La psicóloga estadounidense Lisa Cosgrove y otros investigadores encontraron que de los 170 miembros del DSM, 99 (56%) tuvieron una o más asociaciones financieras con empresas de la industria farmacéutica. El 100% de los miembros del DSM de la sección especialista en “trastornos del estado de ánimo” y “esquizofrenia y otros trastornos psicóticos” tenían vínculos financieros con la industria farmacéutica. Las conexiones son especialmente fuertes en las áreas de diagnóstico donde las drogas son la primera línea de tratamiento para los trastornos mentales.

Esta perversión de los términos clínicos tiene una doble vertiente , de una parte establece como un axioma científico que la enfermedad se define en torno a los síntomas y no a las causas así como en relación a la reacción a los medicamentos que se prescriben. De otra parte al desaparecer los límites entre unas enfermedades y otras todos somos potencialmente enfermos mentales ( trastorno depresivo , trastorno alimentario, trastorno de adicción a alcohol y drogas ) al tiempo que pacientes “medicables” es decir, clientes de las farmacéuticas.

El DSM-I (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) nació en EEUU en 1952 a instancias de la APA (American Psychiatric Association). Actualmente está vigente el DSM–V desde mayo de 2013.

Es en este terreno pantanoso de la confusión diagnóstica donde síntomas como la bulimia, la anorexia y la hiperactividad se transforman en enfermedades. Desaparecen el sujeto y sus conflictos y toman su lugar los medicamentos de efecto rápido. La gravedad de esta situación es extrema en el caso de la hiperactividad ya que el diagnóstico no es realmente un diagnóstico “médico” sino una mezcla de test psicológico y valoración subjetiva. La hiperactividad aparece diagnosticada por primera vez a principios de los sesenta por un psiquiatra Leon Eisenberg (1922- 2009), que constata un aumento de casos de inadaptación escolar caracterizados por inquietud motora y dificultad de concentración. En pocos años el número de niños diagnosticados y medicados aumenta exponencialmente; más o menos lo que está sucediendo en estos momentos en nuestro país, casualmente cuando en EEUU algunos médicos redactores del DSM-IV lo han abandonado criticando abiertamente la excesiva “medicalización” de los escolares. El doctor Allen Frances que participó en la elaboración del DSM-IV critica en una entrevista en El País del día 28/9/14 la inflación diagnóstica de trastornos mentales: “No supimos anticiparnos al poder de las farmacéuticas para crear nuevas enfermedades”. “El exceso de medicación causa más daño que beneficio, no existe un tratamiento mágico contra el malestar.” Y añade sobre la medicación para la hiperactividad en los niños: “ A corto plazo la medicación contribuye a mejorar los resultados escolares, pero a largo plazo no ha demostrado sus beneficios”. “Estamos haciendo un experimento a gran escala con estos niños porque no sabemos que efectos adversos pueden tener con el tiempo estos fármacos”.

El medicamento utilizado, llamado en sus inicios Ritalín, se popularizó y durante décadas no hubo un estudio serio de sus verdaderos efectos. A pesar de los avances tecnológicos no ha sido posible descubrir alteraciones significativas en el cerebro de los supuestos enfermos de hiperactividad; tampoco en el terreno de la bioquímica (enzimas, hormonas) aparece nada relevante. La medicina, con su avanzada tecnología diagnóstica, no ha encontrado nada orgánico que explique esta alteración de la conducta.

“El TDAH es una enfermedad ficticia”, confiesa su creador en su lecho de muerte. (webmaster CCDH España, 5 de junio de 2013)

Según la Comisión Nacional de Suiza asesora de Ética Biomédica, el consumo de fármacos para tratar la hiperactividad altera el comportamiento del niño sin ninguna contribución por su parte. “Los agentes farmacológicos indujeron cambios en el comportamiento, pero no lograron educar a los niños sobre la forma de lograr estos cambios de comportamiento de forma independiente”.

El psicoanálisis, por su parte, considera este trastorno como un signo y en este sentido lo esencial sigue siendo tratar al sujeto desde el esclarecimiento de su estructura. Volviendo al ejemplo del autismo, hay en el niño autista una particular relación con su cuerpo y con el entorno que le lleva a conductas repetitivas: dar vueltas sin cesar, aplaudir , aletear con las manos, rodar por el suelo, que son expresión de cómo percibe la realidad. Estas conductas (esterotipias) también pueden aparecer en niños obsesivos, sometidos a estrés o que han sufrido una experiencia traumática (pérdida, agresión, hambruna, guerra). Poniendo de manifiesto que no es el síntoma, por llamativo que éste sea, el núcleo de la enfermedad, sino la señal que nos pone en la pista de averiguar qué es lo que le sucede al sujeto.

También la depresión, la anorexia y la bulimia son transestructurales, aparecen en las neurosis y en las psicosis y en ningún caso pueden ser por si mismas “una enfermedad” sino, por el contrario, una señal que, al igual que la fiebre, hay que tomar en cuenta para llegar a la causa. Hacer callar al síntoma con medicamentos que aplaquen la angustia y el malestar tan sólo conduce a que el síntoma se cronifique o cambie de lugar, apareciendo alcoholismo, por ejemplo, donde antes había depresión. Pero, naturalmente, al DSM y a la poderosa industria farmacéutica que están detrás de esta moderna forma de diagnóstico, no le preocupan ni el sufrimiento ni la curación de los sujetos que a estas alturas de la película ya se han transformado de pacientes en clientes.

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