"Julieta" de Pedro Almodóvar

Silencios que gritan

«Julieta» no es una pelí­cula de consumo rápido, que puedas digerir inmediatamente y olvidar. Exige madurar, para que lo que parecí­a insignificante se abra paso y crezca.

Basada en varios relatos de la Nobel canadiense Alice Munro, en las que el mayor dolor no se expresa. Tal y como plantea Almodóvar, a Munro “le interesa lo silencioso y lo silenciado, las personas que escogen no escoger, los que viven en los márgenes, los que abandonan y los que pierden”.

La película iba a titularse simplemente “Silencio”, como uno de los relatos de Munro. Y es que “Julieta” habla de los silencios que gritan, de los conflictos larvados bajo la aparente tranquilidad, de lo que más nos duele pero no podemos expresar. «El azul y el rojo, como símbolo de vida y muerte, se entremezclan en toda la película»

Almodóvar nos sumerge en ese torbellino silencioso quitándonos cualquier ayuda, cualquier refugio. El director manchego nos advierte de que este “no es un melodrama, es un drama seco”. No hay momentos de recreo ni paréntesis que permitan evadirnos de la historia.

Obligándonos a enfrentar directamente, de la forma más seca posible, un conflicto que avanza en dos planos diferentes.

Uno más evidente, el de la culpa que “se extiende como un virus”, que se transmite de madres a hijas y acaba corroyéndolo todo, como un ácido sulfúrico que actúa silenciosa pero implacablemente.

Esa culpa por un pecado del que no somos responsables, pero que nos conduce a autoinculparnos, y que, desde el origen de la civilización, ha sido una cárcel donde el individuo se ha encerrado a sí mismo.

Y que empuja a Julieta a negarse a sí misma y a “castrar” a los demás, al marido y al padre que viven con más libertad sexual de la socialmente tolerada.

A la culpa siempre le acompaña el abandono, concentrado esta vez entre madres e hijas que se pierden y se encuentran, que se abandonan y se recuperan.

Pero “Julieta” actúa también en un plano mucho más profundo, el que precisamente se va agrandando cuando la película reposa horas después de haberla visto.

Aquel que nos presenta la vida y la muerte, la muerte y la vida, unidas en un todo que es imposible separar. A lo largo de toda la película la muerte acaba generando vida, y en la vida está siempre presente la muerte.

Desde el arranque de la película, con ese viaje iniciático en tren donde se gesta el conflicto, y en el que muerte y vida se entremezclan.

Expresado a través de la presencia constante de dos colores, el azul y el rojo.

El azul como símbolo de vida, de ese mar donde nació todo, pero que como el “pontos” de Ulises también se traga hombres y nos devuelve cadáveres. En una de las escenas más bellas un mar embrabecido recibe las cenizas de un pescador, uniéndolos para siempre. «La vida, que convive con la muerte, acaba abriéndose paso por caminos inexplicables»

El rojo como expresión de muerte, pero también de pasión, donde la vida es más intensa y por ello mismo se encuentra con la muerte.

Almodóvar nos narra esta historia de culpa y abandono, de amor y duelo, de vida y muerte, con un lenguaje premeditadamente austero. No encontrarán los momentos “almodovarianos” de otras de sus películas. Su cine se ha depurado, pero conservando la misma pasión y radicalidad.

Por eso, bajo otras formas que en sus inicios pero con la misma sustancia, en “Julieta” la vida, que convive con la muerte, se va abriendo paso, a veces por caminos inverosímiles, inexplicables, casuales, pero con una tenacidad que siempre acaba sobreponiéndose a todos los muros y dificultades.

Hasta culminar en un final premeditadamente abierto, donde Julieta, como Ulises, se enfrenta también al retorno a su particular Itaca, encontrada tras un largo y contradictorio viaje.

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